Bajé la vista sin decir nada.
De ese hombre, de mi padre, ya no quería decir nada.
Carlos sonrió con tristeza y me tomó de la mano para decir:
—Menos mal que me perdonaste. Si no fuera por ti, estaría completamente solo en este mundo. Dime, ¿qué quieres comer? Te prepararé algo ahora mismo.
Le respondí con una sonrisa:
—Haz lo que quieras, cocina alguna de tus especialidades.
—De acuerdo —respondió Carlos, acariciándome la cabeza con la misma ternura de antes. Su sonrisa tenía ese calor familiar que había creído perdido.
Carlos valoraba con especial emoción esta “reconciliación”, como si temiera que se fuera a desvanecer en cualquier momento.
Pero la verdad era otra: cuando se rompe el lazo de sangre, ya no hay camino de regreso.
Carlos se fue a la cocina, contento.
Me quedé un rato sentada en la sala, pero al final lo seguí.
Cuando me vio entrar, me empujó suavemente.
—Ay, no, aquí hay mucho humo y grasa. Quédate afuera, te llevo la comida cuando esté lista.
—No, me aburro sola. Quier