En ese momento, Mateo me llamó.
Su voz sonó grave, como conteniéndose:
—Si ya estás con Javier, entonces vive bien con él. Olvídame y olvida lo que hemos pasado. Desde ahora, salvo lo de la enfermedad de Embi, no te voy a molestar.
—Je... je...
El dolor que sentía se volvió rencor.
Le grité al teléfono:
—Mateo, te odio, te detesto tanto. ¡Si tienes agallas, no te acerques nunca más a mí!
Cuando dije eso, lancé el teléfono contra la pared.
Oí cómo se quebró; se hizo trizas al chocar.
Me llené de frustración y me empezó a doler más la cabeza.
Me tapé con las sábanas; preferí quedarme en la oscuridad antes que pensar otra vez en Mateo.
El nombre de Mateo se volvió una tortura para mí. Cada vez que lo escucho, pierdo el control y la cordura.
Alguien me dio palmadas suaves por encima de las sábanas, como para calmarme.
A través de ellas llegó una voz suave y cercana:
—No pienses en nada, duerme bien. Cuando despiertes, todo va a mejorar.
Apreté las sábanas y no pude evitar llorar.
Me dolía