La casa estaba iluminada, pero en silencio, lo que me confirmó que Mateo ya se había ido.
Sentí una alegría tan grande que casi salté de la cama.
Después de todo lo que pasó anoche, apenas tenía fuerzas al poner los pies en el suelo. Todo me dolía, como si me hubieran desarmado el cuerpo.
Me quedé un rato apoyada en la pared de vidrio hasta recuperar el aliento y caminé despacio hasta la sala.
La maleta que había dejado lista seguía en la esquina.
Solo tenía que lavarme la cara y cepillarme los dientes para salir de una vez.
Apenas recordaba que, anoche, Mateo me preguntó por qué había preparado la maleta.
Ni siquiera sé qué le respondí.
Por suerte, no pareció sospechar nada.
Froté mis piernas adoloridas y fui hacia el baño.
De repente, la puerta de la cocina se abrió y el hombre salió con el desayuno recién hecho en la mano.
Me quedé tiesa, mirándolo sin palabras.
¿Todavía no se había ido?
Mateo me echó una mirada y dijo, como si nada:
—Lávate la cara y ven a desayunar.
Sentí que todo