—Hola, Ben —farfulló—. Sabes que no soy un amante de madrugar, odio esto… —se quejó mientras tapaba su rostro con ambas manos. Erika empezó a reír y Benjamín le dio unas suaves palmaditas en la espalda.
—Se supone que un Conde Le Brun no se queja —se burló Benjamín, logrando que su amigo lo observase con molestia.
—No me estaba quejando, príncipe, solo recalcaba un hecho.
—Es broma, Lucien… —refunfuñó el castaño y siguió escribiendo.
Lucien Le Brun. Un Conde francés egocéntrico y guapo. Sus rasgos masculinos bien definidos lo habían hecho de mucha fama en el colegio. Y Erika Schelling, una Marquesa americana, entusiasta y alegre, pero de carácter fuerte, eran los mejores amigos del Príncipe Imperial, Benjamín Fox. Además, estaban comprometidos desde hacía muchos años ya. Benjamín era testigo de lo mucho que se querían sus amigos.
—¿Y qué haces tan temprano? No me digas que tarea porque soy capaz de morirme justo ahora —advirtió Lucien y dramatizó su pronto desmayo. Benjamín se carcajeó, pero Erika no pudo entender muy bien el chiste, ya que estaba mirando los papeles de su amigo.
—No es tarea, pero se acerca —contestó Benjie, luego de que logró detener su risa—. Durante el fin de semana se transfirió un nuevo alumno a nuestra clase, así que estoy llenando los documentos correspondientes… Creo que se llama Edgar O’Neal —explicó mientras que el Conde lo miraba fijamente. Erika asintió fervientemente.
—¿O’Neal? —inquirió el francés, algo confundido por eso. Erika asintió sin pensarlo mucho—. Es extraño —respondió y se encogió de hombros. Benjamín le reprochó con la mirada y Erika se cruzó de brazos.
El salón que, antes estaba rebosante de cuchicheos y risas, se calló de golpe. Benjamín elevó su vista, encontrándose con los cabellos rubios de Frank Guess, el tipo problemático del colegio y el prometido de su hermana, Beth. Recientemente había adquirido el gusto de molestarlo por cualquier cosa y siempre lograba su cometido.
—Este no es tu salón, ¿qué haces aquí? —cuestionó Benjamín y se puso de pie, solo para poder ver la risa burlona en el rostro del rubio—. No me hace gracia.
—A mí sí —musitó Frank y arrojó una invitación sobre la mesa.
Nadie parecía poder hablar, a excepción de Benjamín. Aunque Lucien no lo hacía porque siempre terminaba peleándose a golpes con el rubio. Pero sucedía que el chico era intimidante para muchos por su gran altura, mal temperamento y su actitud hostil y violenta. Nadie se acercaba a él por obvias razones.
Erika tomó la carta y la observó con cuidado. No quiso preguntar nada, pero supo que era para el cumpleaños de su hermano menor, Jonathan Guess. Un chico totalmente opuesto a Frank, que iba en primer año.
—Mi hermano quiere que ustedes asistan a su fiesta —habló y se dio media vuelta para luego marcharse sin decir nada más. Benjamín suspiró, sentándose de nueva cuenta, Erika también respiró aliviada y Lucien simplemente resopló molesto. Solo le hacía falta ver al rubio para encresparse.
—Ese idiota lo único bueno que tiene es su altura —rezongó el Conde. Erika sonrió nerviosa. No era un secreto para nadie que Lucien también tenía un carácter complicado, al igual que su temperamento, pero, al lado de Frank, era un ángel.
Benjamín siguió con lo suyo. Ya no le quedaba mucho por llenar, pero era complicado. Tenía que leer todo con detenimiento para no cometer ningún error, y aun así podía cometerlos. Suspiró para calmarse y leyó algo que captó su atención.
—Es imposible que Edgar O’Neal sea un Príncipe Imperial, ¿no? —Quiso saber Benjie, mostrando una expresión nerviosa y desencajada. Erika se sorprendió al escucharlo y tomó los papeles para leerlos.
—¿Príncipe Imperial? Es imposible, Benjie, porque ninguna de las familias imperiales tiene ese apellido —argumentó Lucien con los ojos cerrados. Benjamín estaba de acuerdo con lo dicho por el francés, pero le parecía inconcebible que se tratara de un error de sistema del colegio.
Entre tantas dudas, el murmullo de las conversaciones se desvaneció gradualmente cuando la puerta se abrió y el profesor Philip ingresó al salón.
Con pasos seguros y una sonrisa amable en el rostro, el profesor Philip irradiaba autoridad y conocimiento. Su cabello canoso y bien peinado resaltaba su apariencia madura y sabia. Vestido con un impecable traje, transmitía profesionalismo y dedicación en cada movimiento.
El silencio se apoderó del aula mientras los ojos de los estudiantes se dirigían hacia el frente. El profesor Philip caminó con elegancia hacia el escritorio, colocando sus pertenencias cuidadosamente mientras observaba a cada uno de sus alumnos con una mirada aguda pero acogedora.
—Buenos días. —Su voz resonó en el salón, llena de calidez y entusiasmo—. Antes de empezar con la clase de hoy, les tengo que presentar a su nuevo compañero… —comentó y miró hacia la puerta, esperando que entrara alguien, pero no pasó nada—. Pasa, no tengas miedo —susurró, logrando que un joven pelinegro se presentara con una expresión entre asustada y confundida.
Caminaba con seguridad, pero parecía estar nervioso. Erika se hizo para atrás y le murmuró a Benjamín: —Es guapo. —El príncipe hizo una mueca ante las palabras de su amigo y el francés quiso saber de qué hablaban, pero la pelinegra se negó a contarle.
El recién llegado se erigió con una presencia magnética en el centro del aula, capturando la atención de todos los presentes. Su figura imponente irradiaba una mezcla intrigante de confianza y misterio, como si llevara consigo secretos que aún estaban por desvelarse. Sus ojos, intensos y profundos, escudriñaron meticulosamente a cada individuo en la sala, como si buscara descifrar sus pensamientos más íntimos. El ambiente se volvió palpablemente tenso, como si un aliento colectivo se hubiera contenido en anticipación.
De manera curiosa y casi en un acto instintivo, sus ojos se encontraron con los del joven castaño que se encontraba entre los estudiantes. En ese fugaz instante, el tiempo pareció detenerse, mientras sus miradas se entrelazaron en un intercambio silencioso y cautivador. Las miradas parecían comunicarse en un lenguaje propio, transmitiendo una extraña conexión que desafiaba cualquier explicación lógica.
La pausa solo se rompió cuando el profesor carraspeó, interrumpiendo la enigmática conexión que se había formado entre ellos. El recién llegado finalmente apartó la mirada, pero la intensidad del momento permaneció suspendida en el aire, dejando a todos los presentes con una sensación intrigante de anticipación y expectativa.