La noche había caído por completo, cubriendo la casa de Madison con un manto de tranquilidad engañosa. Afuera, los oficiales vigilaban atentos, sus siluetas moviéndose bajo las luces de los reflectores instalados en los bordes del jardín. Dentro, Madison permanecía sentada en el sofá, con la mirada perdida en el vacío. El día había sido una batalla agotadora, y las palabras de los periodistas todavía resonaban en su mente como ecos crueles.
El sonido de un auto acercándose rompió el silencio, haciéndola sobresaltarse. Uno de los escoltas asomó la cabeza por la puerta del salón, con una expresión de cautela en el rostro. Marco no iba en calidad de autoridad sino que quería ir como padre y si ella le quería recibir pues que le recibiera y sino, lo volvería a intentar otro día.
—Señorita, hay alguien que quiere verla —dijo el hombre.
Madison frunció el ceño, la desconfianza creciendo en su interior.
—¿Quién es? —preguntó con la voz apenas audible.
—Dice ser el juez que llevó su