Amira nace con un don que a la vez es un castigo. Es ella la estrella de la que habla de profecía, la esposa que todo hombre árabe anhela tener. Su padre la vende al mejor postor, sin tener en cuenta sus sentimientos. Por eso, aprovecha que su casa está bajo ataque para huir. Ella no es de nadie y jamás lo será aunque caiga en poder del mayor enemigo de su familia.
Leer másAmar, elegir, soñar… Esas palabras me han sido vedadas desde que mis ojos vieron la luz del sol. Nunca me he considerado una persona quejicosa, de las que suelen ver molinos de viento en cualquier sitio. No exagero cuando afirmo que en la ruleta del destino he salido perdedora. Mientras los problemas de algunas chicas de mi edad se centran en lucir a la moda, yo tengo que lidiar con la clásica pregunta de una joven árabe: ¿Quién será el sujeto que me escogerán por esposo?
Haber nacido mujer dieciséis años atrás tronchó todos los planes de mi distinguida familia. Mi padre esperaba un digno sucesor para su estirpe, alguien con cromosomas «XY»; no una «pequeñaja chillona». Así se refiere a mí porque es eso lo que significo en su vida. Por más que he intentado ser amable, cariñosa y aplicada no he conseguido de él una mirada cálida. Estoy harta de complacerle, pero he aprendido a callar y fingir. ¿Qué sentido tendría hablar cuando ya todo ha sido dicho? Mi opinión nunca ha valido, como no vale la de mi madre ni la de las mujeres que nos precedieron.
Un pequeño castigo ha recibido de lo alto el excelentísimo señor Abdul Salem -así me hace llamarle-; Dios le regaló la maldición de procrear solo una vez. Aunque odie lo que yo represento, depende de mí para perpetuar su nombre.
Pero no todo le ha salido mal. No soy una chica común, sino la Lumbrera de Ruhit, la luz blanca que ha emergido en una ciudad mora, el cumplimiento de una profecía de doce siglos de antigüedad. De tanto escuchar a los ancianos, ya la he aprendido de memoria: «Surgirá una estrella en forma de mujer. Tendrá la marca de la luna en el rostro y el cielo en su mirada. Su descendencia será tan numerosa como la arena del mar. De ella saldrá el libertador que recuperará la gloria de nuestra nación con fuego y espada».
He nacido con un lunar de cinco puntas en el centro de la frente, piel de marfil resplandeciente y ojos añil. Como colofón, mi cabello es de un color negro azulado y luzco en mis gruesos labios una grácil sonrisa. La probabilidad de que mis rasgos se asemejen a la descripción de la profecía es alta estadísticamente, pero no definitiva. El vínculo entre lo místico y la realidad ha corrido a cargo de las malas lenguas del poblado.
Por eso, mi padre no se ha tomado las propuestas de matrimonio a la ligera. Lleva varios meses valorando los posibles pretendientes. Busca a alguien que le asegure una alianza comercial lucrativa y que, además, provenga de un noble linaje. Actúa de igual modo que quien empareja a dos perros de raza. Primero, se cerciora del pedigrí; y luego, los encierra en un mismo sitio como si fuese el dueño de su destino. Es eso lo que significo para él, una cachorra que se subasta al mejor postor. Quien me ofrezca un apellido de prestigio y me asegure un plato de comida sobre su mesa, ganará como trofeo ser el amo y señor de mi cuerpo y domesticar mi voluntad. Duele igual que si una mano invisible se adentrase en mi pecho y me arrancase el corazón a trozos. Duele, pero cada día un poco menos.
En esta época, los cerberos que custodian mi jaula de cristal han apretado los cerrojos. Por órdenes del amo, no se me permite deambular por la casa sin que dos o tres guardaespaldas me sigan los pasos. Solo me es lícito bajar sin compañía al patio privado de mi habitación. Allí disfruto del contacto estrecho con la naturaleza. Ese es uno de mis pocos placeres. Sin embargo, prefiero mantenerme informada de lo que sucede más allá de las cuatro paredes que conforman mi mundo.
En el pasillo, unos golpes secos repiquetean con prepotencia y, de vez en vez, se camuflan tras risas sardónicas. Con el oído pegado a la puerta se me pasan las horas. La gruesa madera adultera los sonidos. Adivino a medias las palabras mientras la infinita espera acumula temores en mi alma. Me intrigan los silencios tanto como los murmullos incomprensibles.
Escucho el tintineo de los cristales y el sonar de unos pasos apresurados que se acercan. Tal vez, los hombres celebran con una costosa bebida el haber llegado a un acuerdo.
Mientras me devano los sesos sacando conclusiones incoherentes, los cerrojos de mi jaula se abren. Debe ser el momento que tanto he temido. La ansiedad se mezcla en mis movimientos y descompasa el ritmo de mi respiración. En lo más profundo de mí, intento hallar consuelo en cosas superfluas que de poco importan. No me interesa conocer otros sitios del mundo ni ser llamada señora por esclavas que son más felices que yo. Tampoco deseo encontrar un marido desconocido aunque sea de hermoso semblante. Solo anhelo ser invisible e incorpórea hasta que halle un átomo de paz.
—¡No tengo miedo! —vocifero para ahuyentar el escalofrío que me hace temblar a pesar de que la temperatura ambiente sobrepasa los cuarenta grados. En este infierno de vida, la tortura psicológica viene acompañada de un baño de vapor. Es un paquete completo por el mismo precio. —No tengo miedo —me repito cuando el pomo de la puerta gira, pero esta vez lo murmuro con la voz resquebrajada.
Cierro los ojos para no colocar un rostro a mi pesadilla. Sé que, mientras viva, rememoraré este instante.
Una sombra misteriosa inunda la habitación con sus sonidos. Su andar despreocupado contrasta con la torpeza de mis movimientos. Mis párpados me traicionan y se entreabren sin permiso. Sé que necesito ser valiente para afrontar el destino que me sobreviene. Batalle o no, los resultados serán los mismos, pero aún existo y no pretendo amilanarme; así que coloco en mi rostro una sonrisa fingida que merece un premio Oscar.
Levanto el mentón hasta quedar en frente de mi visitante. Con gran pesar, descubro que es Fátima, mi madre, la portavoz de las malas noticias. Ignoro si ella se ha prestado como voluntaria o si al excelentísimo señor Abdul Salem le faltan las agallas para enviarme personalmente al cadalso.
A pesar de que es una mujer joven en la etapa temprana de las cuatro décadas, sabe que su belleza se aproxima a la fecha de expiración. Como náufrago en el agua, chapotea en varias direcciones con el solo objetivo de complacer a su esposo a cualquier costa.
Tomo una gran bocanada de aire. Cuando el vapor resbala por mi nariz y me quema el esófago, mis pulmones se defienden con un golpe de tos.
—Hace bastante calor. ¿No es cierto? —El parloteo incoherente de mi madre rompe el pavoroso silencio.
Mala manera la suya de comenzar una conversación importante. No somos las meteorólogas que anuncian el estado del tiempo. Estamos hablando de mi futuro.
Mientras ella trata de disimular sus verdaderas intenciones, se deja caer sobre un diván. Sus manos recorren los arabescos de uno de los cojines. Hace muy poco tiempo, los bordamos juntas. En ese entonces, me enseñaba a ser una doncella virtuosa. Hoy viene a impartirme clases acerca de cómo convertirme en una esposa sumisa. En ellas me explicará con lujo de detalles la manera en que he de bajar la cabeza y aceptar mi destino
—No es el calor lo que me ha producido la tos —concluyo con la voz carente de afectividad.
Hasta ahí llega mi protesta. Apenas dibujo entre líneas lo que deseo gritar a los cuatro vientos. Busco en sus facciones inexpresivas algún resquicio de humanidad. Me aplano las neuronas mientras intento recordar cuándo fue la última vez que ambas intercambiamos un saludo cariñoso o, al menos, una frase cálida. Por más que me esfuerzo, no lo consigo. Hay un divorcio afectivo entre el ser que me cargó en el vientre durante nueve meses y yo. Hasta cierto punto, entiendo que un padre se desvincule de su descendencia; ¡pero que lo haga una madre es inadmisible!
Sin embargo, ella permanece inmóvil, sin pestañear siquiera. Me pregunto si se gesta alguna clase de lucha moral en su interior o si, simplemente, carece de corazón. Tras un breve instante, carraspeo. Prefiero que me suelte la verdad a secas, sin adornos superfluos. La espera es la peor etapa de la tortura.
Ella capta mi señal indirecta y se mueve con delicadeza hasta quedar a mi lado.
(Narra Ahmed) Esa llamada. Ha sido esa extraña llamada la que me ha forzado a abandonar a mi esposa convaleciente y a mi bebé. —Te habla Seth. —He leído en un mensaje al otro lado de la línea, y en mi garganta se ha hecho un nudo. Respirar se me ha tornado imposible. De igual modo, he intentado mostrarle a mi esposa que nada fuera de lo normal me ha sucedido, pero creo que el nerviosismo se me sale por encima de las ropas. Con los dedos engarrotados, intento responderle a Seth. Esto debiese ser mucho más sencillo que hablar personalmente, pero no lo ha sido. —¿Qué se te antoja? ¿Has venido a vengar la muerte de tus hijos? Es importante que sepas que te estaré esperando sin una pizca de miedo. Solo me faltas tú en la lista de las personas que deseo ver muertas. Imagino, en sus labios retorcidos, una de sus irónicas sonrisas. Me parece tenerle a mi lado en este mismo instante, arrugando, con sus dedos, la punta afilada de su bigote. Su mero recuerdo me entumece la panza. Justo cua
Un toque a la puerta me hace pegar un brinco. ¡Para sobresaltos estamos luego de todo lo que hemos pasado! Necesitamos unas vacaciones en Dubai con una duración de mil millones de años. Aprieto la mano de Ahmed Hassim porque los miedos son tan profundos como vívidos. Mi chico me acaricia con su tierna mirada. En silencio, y sin pronunciar palabras, como suelen hacerlo los amantes, me cuenta que me ama. Yo, a mi vez, le devuelvo una sonrisa que no expresa serenidad, y sí, mi desasosiego. —¿Y si mi madre ha…? Solo el simple pensamiento de su muerte, me acongoja. Me niego a perder lo que he conseguido luego de mucho sufrimiento y tanta sangre derramada. Mi esposo aparta de mí sus ojos. Aún sigue siendo el líder de la manada, debe poner el pecho ante las balas y dictar las órdenes pertinentes para continuar hacia delante. Él se aclara la garganta para pronunciar, con lentitud, esa palabra que tanto temo: —¡Adelante! Lo primero que vislumbro al abrirse la puerta es un cabello sedoso
Recobrar la consciencia entre besos y abrazos es la mejor manera de comenzar el día. A pesar de que el dolor de cada sitio del cuerpo me corta la respiración y de que los hombros y las piernas se sienten muy pesados, intento sonreír. Abro los ojos con lentitud y me muevo buscando una mejor posición; pero al hacerlo, se me escapa un grito. Todo parece confuso cuando las luces y las risas se entremezclan con mis sombras. Una lengua rugosa relame mis labios con ternura. ¡Eso sí se siente bien! ¡Y las manos de mi esposo dibujan una estela de caricias en la superficie de mi rostro! A medida que su mirada se topa con la mía, me susurra en el oído los más tiernos «te amo» de todo el universo. Me araña con la barba puntiaguda de varios días. ¿Qué le ha sucedido? Se ve desaliñado y deprimente. Las ojeras debajo de sus ojos me dicen que lleva noches en vela. ¡Ya lo creo! Entre la tensión de los preparativos, el ataque, la atención del bebé y mis heridas, tendrá que hacerse días de ciento cincu
Uso una de las balas en un hombre de mediana edad que se me aparece de la nada. He apuntado al centro de la frente antes de disparar. ¡Basta ya de desperdiciar tiros en balde! Luego de que se me agoten, aún quedarán dos armas en mi poder: el mazo y el cuchillo. Continúo andando hasta que me topo con un cuerpo humano sentado en la arena, un hombre vestido a jirones. Su torso semidesnudo está cubierto de sangre. Él respira con dificultad, pero al verme, sus ojos se llenan de furia. ─¡Tú, m*****a malnacida asesina! ─vocifera con un hilo de voz. También a mi padre le fallan las fuerzas. Al igual que yo, agoniza. —Lo he heredado de usted, padre —respondo con una pasividad que me atemoriza. La pieza de madera palpita en mis manos. Se mueve con energía propia mientras la hoja afilada de un puñal se hunde en mi costado. Pese a que una vez amé a ese hombre, el derramamiento de sangre solo se paga a precio de sangre. ─Eres una leona. Sobrevive ─susurra la voz de Ghaaliya en mi oído─. Él n
Mi madre ha insistido que la caravana de autos de color oscuro que me llevará a la casa Hassim parta antes de reencontrarme con mi esposo. Aún ignoramos lo qué ha sucedido con mi padre y el resto de nuestros enemigos, pero Fátima me ha asegurado que Ahmed no regresará a casa hasta haber borrado la mansión de los Salem del mapa de la Tierra. Pienso que tardará un montón de tiempo. Abdul es un cobarde, no saldrá a la luz a menos que le sea imposible continuar ocultándose. Atravesamos un camino arenoso a baja velocidad. Es mejor ir despacio cuando uno va de prisa. De vez en vez, miro a través de la ventanilla porque todo ha sido demasiado fácil y dudo… dudo que mi padre se conforme con entregarme sin luchar. —¿Sucede algo malo, hija? Mi madre se nota algo ansiosa. Es lógico luego de tanto estrés sostenido. Ha tenido que demostrar a qué bando pertenece y, aun así, no cuenta con la total confianza de los hombres de Ahmed. Intenta sonreír e infundirme ánimos sin conseguirlo. No es su culp
(Narra Amira) Duele. Esto que estoy sintiendo no es humano. Es como si una mano me arrancase los trozos del corazón y, aun así, continuase viva. Todavía no ha pasado media hora desde que mi madre se ha llevado consigo a mi bebé, y ya le extraño. He imaginado durante mucho tiempo sus manitas tiernas y, ahora, que le he acariciado, su ausencia es más grande. Palpo con los dedos el charco de sangre que se ha ido formando debajo de mí. Me pregunto si mi madre me habrá cosido bien o si me estaré muriendo. Quiero llamar al médico, pues tengo miedo. Sin embargo, aún no es el momento. Si doy la voz de alarma y atrapan a mi hijo, todo habrá sido en vano. Las luces que se cuelan a través de las ventanas dibujan en la colcha insólitas figuras. Me empeño en imaginar dragones y princesas, sirenas y hadas, leones alados y pegasos risueños. Hago cualquier cosa para no pensar en el futuro inmediato. A pesar de mis esfuerzos, no logro convencer al vigilante de que todo anda bien. No sé si ha sido a
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