Sofía no entendía qué locura había invadido de pronto a Alejandro. Caminó directo hasta la mesa, tomó unas tijeras y las colocó contra su propio cuello.
Ese gesto hizo que Alejandro, que aún estaba cegado por la rabia, se serenara de inmediato. Su rostro se ensombreció y dijo con voz dura:
—¿Tan poco quieres ser mi mujer?
—Sí.
Sofía respondió con frialdad:
—Si te atreves a tocarme, prefiero morir.
Aquella frase le golpeó el pecho como un martillazo.
Sofía no apartaba la vista de los pasos de Alejandro; si él se acercaba un solo paso más, ella se abriría el cuello sin vacilar.
Al ver que unas gotas de sangre ya resbalaban de la piel de Sofía, Alejandro detuvo su avance. Su voz fue helada:
—Está bien, Sofía. Desde hoy, tú y yo seremos como ríos que nunca se cruzan. No volveremos a tener nada que ver, ni en esta vida ni en la próxima.
Dicho esto, Alejandro dio media vuelta y salió del departamento de Sofía.
Solo cuando escuchó que sus pasos se alejaban, Sofía soltó las tijeras de su mano.