No tengo dinero ni para comprarme unos protectores

Creo que le di su merecido. Tenía que sacarme la rabia que me dio el haber tenido que ir hasta el consultorio de un médico morboso, que estuvo a nada de pedirme quién sabe qué obscenidad para entregarme el certificado, solo para cumplirle su capricho. ¿Qué bendita fijación con la virginidad de las mujeres? ¿Acaso una mujer es más o menos por el hecho de ser o no virgen? No lo entiendo, solo sé que, en el internado leí alguna vez una de esas lecturas que las monjas prohibían (para mí, su lista de prohibiciones era una catálogo de lo que debía leer) y de ahí saqué lo que le dije sobre el control machista y misógino que, parece, fue lo que más le dolió. 

Cuando se fue, revisé la ropa que me había comprado. No estaba mal si acaso tuviera en mente ir a una fiesta de disfraces, pero al menos era de mi talla y me quedaba mucho mejor que lo que había usado en la tarde; ya tenía qué ponerme para mañana, cuando saliera de verdad a comprar ropa… y pensando en eso, no tenía ni idea de con qué iba a comprarla porque todavía no había siquiera transferido la plata que le debía al médico. 

Salí del cuarto y me encontré a Alfredo en la planta baja.

—El señor está en la biblioteca —dijo cuando le pregunté por mi padrastro. 

—Gracias, Alfred. Que tengas buenas noches. 

No sé por qué le dije “Alfred”, se me debió cruzar su nombre con el del mayordomo de Batman, pero se lo tomó bien y hasta me sonrió.

Camilo estaba hablando por celular y no es que fuera chismosa, pero a esa hora y con la mansión casi vacía, se escuchaba todo lo que decía. Confirmé que es un asqueroso. El cuerpo de mi mamá, la mujer con la que compartió el lecho nupcial y los últimos cinco años de su vida, había sido enterrado la semana pasada, todavía debía estar tibio, y mi padrastro ya estaba cuadrando una cita con otra mujer. Si no fuera porque en verdad necesitaba comprarme ropa y pagarle al médico, me habría ido de inmediato, pero tuve que llenarme de coraje y entrar cuando escuché que ya había terminado su horrible conversación.

Se sorprendió al verme.

—Valentina…

—No tengo dinero ni para comprarme unos protectores.

Me encanta la cara que ponen los hombres cuando se les menciona un artículo de higiene femenina, en especial los más machistas y misóginos, como mi padrastro. No me decepcionó. Se puso pálido y evitó mi mirada.

—Oh, sí… tienes razón, ¿no? Bueno, hasta mañana había encargado a Alfredo que se encargara de realizar las compras que necesites. Creo que ya mañana debes tener… “eso” y todo, ¿bien?

Me tocó un padrastro torpe. Lo sentía mucho por la empresa de mi mamá de tener un CEO tan tonto. 

—No pregunté por las compras que va a realizar Alfred —dije y me crucé de brazos. 

—¡Ah! Ya, ya entiendo, sí, bueno, de eso también me iba a encargar mañana. —Se levantó, rodeó la mesa y se sentó apoyado en el escritorio. También cruzó sus brazos—. Iba a encargarle a Miguel, mi secretario personal, que pasara por la copia de tu tarjeta de crédito, para entregártela mañana, pero después de tu actitud y manera de contestarme hace un momento, bueno, espero que reflexiones sobre eso y me ofrezcas una disculpa. 

—¿Mi actitud?

—Sí. Tu actitud. 

Lo miré y me sostuvo la mirada. Tenía unos bellos ojos verdes, me encantaba la forma en que me estaba mirando, con algo de salvajismo, seguro y así había conquistado a mi mamá, pero conmigo no le saldría tan fácil. 

—Ya entiendo —dije—. Es usted uno de esos tiranos a los que le molesta una crítica, porque eso fue lo que hice con “mi actitud”, hace un momento.

Torció sus rosados y carnosos labios como si se esforzara por no reír.

—¿Llamas a eso una crítica? ¿Gritarme, después de que te hice un regalo, es una crítica?

—Sabe muy bien que no lo grité por el regalo, sino por haberme exigido un certificado de virginidad e inventarse que mi mamá había consentido en pedirme algo así. 

La risa se esfumó de su rostro, bajó la mirada y suspiró. Seguía apoyado en el escritorio y con los brazos cruzados. 

—Está bien, Valentina, reconozco tu punto y entiendo lo que me quisiste decir, pero espero de ti que también reconozcas que no tuviste la mejor actitud hace un momento. 

Su nueva pose, de lobo arrepentido, disipó mi rabia, lo reconozco, seguro y usaba esa misma táctica con todas las mujeres con las que debió serle infiel a mi mamá, en el tiempo que duró ese matrimonio arreglado, pero estaba muy lejos de convencerme a mí y sacarme una disculpa. 

—No voy a disculparme. Mi reclamo fue legítimo y la manera en la que lo expresé fue fuerte, pero no grosera. 

Suspiró y se llevó la mano al mentón. 

—Lo siento, Valentina, pero hasta que no escuche una disculpa de tu parte, no vas a obtener esa tarjeta de crédito.

—¿Así es como piensa doblegarme? ¿Manipulándome con el dinero? Pensé que al menos iba a ingeniarse una manera más original. 

—Te olvidas que mencioné la existencia de más fideicomisos. —Le brillaron los ojos, emitieron una luz propia que me puso nerviosa—. No necesito recurrir a algo tan bajo como la manipulación con dinero, en eso tienes, una vez más, la razón. 

—Entonces deme mi tarjeta. 

—Te la daré, sí, pero no será mañana, a menos, claro está, que te disculpes. 

—No voy a hacerlo. 

—Bien. No esperaba otra cosa de ti.

—¿Qué quiere decir? 

Se levantó del escritorio y se acercó a dos pasos de donde yo estaba, contra una de las estanterías de la biblioteca, a un costado del gran globo terráqueo que decoraba la sala.

—Que si yo soy un tirano, entonces tú actúas como una chiquilla de diez años. No tienes la madurez para reconocer que fuiste grosera y permites que algo tan fatuo como el orgullo te prive de lo que más te conviene en este momento. 

—Espero, entonces, que cumpla su palabra y no esté pensando en manipularme negándome el dinero al que tengo derecho. —Me di vuelta, cansada de una discusión que no iba a ninguna parte. Sentí su mano sobre mi brazo, reteniéndome—. ¿Qué le pasa?

—¿No quieres escuchar sobre los otros fideicomisos?

—¡No! —contesté enérgica, liberándome de su mano con una sacudida. 

—Bien. Ya habrá tiempo para eso. —Casi pasó por encima mío al adelantarse. Noté que le había herido el orgullo y eso lo había sulfurado. Me sentí como una pequeña liebre ante un león enojado—. Por ahora.—Lo vi sacar su billetera—. Toma. Creo que debe ser suficiente para tus protectores. —Extendió su mano, ofreciéndome un  puñado de billetes. 

—Es usted un cretino —dije, golpeando su mano. Estaba tan aireada que, al querer salir, tropecé con su pie y me precipité al suelo, pero antes de caer sentí que su brazo me rodeaba la cintura. Me levantó y quedamos juntos, como si estuviéramos por besarnos. Por un segundo creí que iba a hacerlo y sentí que mi boca se abría, deseándolo, pero reaccioné enseguida y me aparté, mirándolo con ira—. Ya me voy. 

Salí con el pulso acelerado, con un extraño hormigueo que me recorría todo el cuerpo. No miré para atrás, pero me pareció sentir su risa contra mi espalda.  

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