Valentina, te traje un regalo

Llegué a casa temprano, un poco antes de las nueve de la noche, para tener la oportunidad de entregar a Valentina lo que le había comprado en la tarde. Tan pronto descendí del vehículo, pregunté al mayordomo, Alfredo, dónde estaba mi hijastra.  

—La señorita Valentina se encuentra en su habitación, señor. —Me dijo.

—Supongo, entonces, que ya cenó.

—Así es, señor. Tomó la cena hace una hora. 

Iba a cambiarme a mi habitación, a ponerme algo más cómodo para trabajar unas horas más en la biblioteca, cuando recordé que Valentina debía mostrarme el certificado que le había pedido en la tarde. 

—¿Sabe, Alfredo, si mi hijastra fue al médico, en la tarde?

—La señorita Valentina, salió, sí señor, en compañía de una de las asistentes de cocina. 

Me extrañó ese detalle, que hubiera salido con una de las cocineras, e Iba a preguntar a Alfredo por el motivo de semejante compañía cuando consideré que quizá Valentina hubiera querido ir acompañada por otra joven, un detalle en el que no había caído en cuenta, así que me abstuve de interrogar a Alfredo por esta cuestión. 

—Bien. Iré entonces a saludarla. 

—¿Cenará, señor?

Ya había comido antes de llegar a la mansión, con un viejo proveedor del conglomerado de quien conseguí un mejor precio. 

—No, Alfredo, gracias. Más bien, que me lleven un whisky, con abundante hielo, a la biblioteca. Estaré allí después de saludar a Valentina. 

—Yo mismo serviré el whisky, señor. 

Agradecí a Alfredo y me dirigí a la planta Oeste, cargando las bolsas en las que llevaba la ropa para mi hijastra. Esperaba que, con este regalo, se limara cualquier malentendido que hubiera surgido en la tarde. Aunque me considero un hombre estricto y no tengo intención alguna de convertirme en una figura paterna para mi hijastra, ya adolescente, tampoco es mi deseo pasar por un ogro despreciable al que ella asocie con un hombre insensible o tenga una imagen negativa de mí. Cuando subí las escaleras, alcancé a ver, por el umbral de la puerta de la habitación de Valentina, que las luces del cuarto estaban prendidas. Golpeé con suavidad.

—¿Valentina? Soy yo, Camilo. 

La escuché acercarse, pero antes de que abriera, también me pareció oír una música fuerte y desagradable. Abrió la puerta con algo de brusquedad. 

—Ya me iba a acostar, ¿qué pasa? 

Diría que así me saludó, pero sus palabras distaban mucho de ser un saludo.

—¿Qué es esa forma de hablarme? —Le dije—. ¿Fue así como te enseñaron a saludar en el internado? 

De su habitación surgía una luz trémula, que apenas si me dejaba verle el rostro, y la música que había escuchado, o mejor dicho, el ruido que creí oír, salía del fondo del cuarto. 

—¿Ha venido a reclamarme la prueba?

Yo la había tuteado y no entendí por qué estaba tan agresiva conmigo. No le puse atención a su mal genio, así solo la alentaría a ser más grosera. 

—No he venido por eso. —Mentí en parte, porque sí me interesaba el certificado que debía presentar al abogado Carrara, con fecha de ese día, para que se diera por cumplido el primer fideicomiso—. Te he traído unos vestidos y… —No me atreví a decirle que también ropa interior—. También otras cosas —Estiré la mano para pasarle los paquetes. Mientras los recibía, aproveché para encender la luz del corredor.

—¿Qué es esto? —preguntó al interior de las bolsas, sin siquiera haber sacado alguna de las prendas. 

—Ropa —contesté. 

La vi sacando el contenido y cuando vio la camiseta púrpura, estampada con calaveras rosas, se fijó en el nombre de la tienda, estampado en el paquete. 

—¿Hot topic? —preguntó con cada músculo de su rostro arrugado. 

—Es ropa juvenil. La dependiente de la tienda me aseguró que todos los jóvenes usan hoy en día este estilo de ropa. 

Cuando levantó los ojos y los clavó en los míos, me arrepentí de lo que acababa de decir. 

—Ah, ¿entonces usted cree que, como una dependiente le dijo que todos los jóvenes usan esto, yo también debería usarlo?

Por el bien de mi integridad física, no contesté. Ahora que la podía ver mejor, gracias a la luz que había encendido en el corredor, vi el semblante de una adolescente tan bella como furiosa. Revolvió entre la bolsa para sacar algo más. 

¡La ropa interior!

—Espera, no… —dije con la intención de arrebatarle la bolsa, pero ya era demasiado tarde. 

Valentina sacó el conjunto de ropa interior y extendió, frente a mi cara, las pantaletas.

—¿Qué es esto?

No contesté. Era obvio que se trataba de una pregunta retórica. 

—Déjeme adivinar —dijo sin soltar la prenda de sus manos—. Me imaginó, con esto puesto, cuando lo compró, ¿verdad?

—¡¿QUEEÉ?!

—¡Pervertido!

—¡Espera un momento! —Levanté la voz. Lo que insinuó fue demasiado. Ya no me iba a dejar de esa muchachita—. Está bien que no te guste lo que te he comprado, pero de ahí que te pases y seas una grosera…

—¡Ah! ¡Yo soy la grosera! —Me cortó. De sus ojos emanaban chispas y temí que fuera a incendiar la mansión con el fuego que parecía querer invocar—. Pero no fue ninguna grosería pedirme un certificado de virginidad, el acto más misógino, patriarcal y machista del que he escuchado en mi vida, como si yo fuese algún tipo de esclava o novia a la que se está por vender, ¿cierto?

—Yo… ¿qué? —balbuceé.

—Si fuera un hombre, ¿qué? ¿También me habría pedido ese mismo certificado? ¿Verdad que no? Pero como soy mujer, entonces hay que pedírselo, para tenerla dominada, ¿verdad? Porque, ¿qué mejor forma de dominar a la mujer que a través del control de su virginidad? 

—Ese certificado es la condición del fideicomiso que creamos entre tu madre y yo…

—¡No! ¡No le creo! ¡Mi mamá jamás habría consentido algo así!

No era mentira, pero ella tenía razón y yo no lo había visto de esa forma. Sonó tan distinto cuando lo planeamos. 

—No sabe por la vergüenza que pasé hoy para conseguirlo —La vi entrar a la habitación sin saber qué decirle. Regresó dos segundos después—. Aquí está. —Lo tiró al suelo—. Y sepa que ese certificado no prueba mi virginidad, sino lo patán y sucio que usted puede ser, señor nazi. 

Cerró con un portazo. Estaba atónito y cuando me agaché para recoger el papel que había arrojado, la vi abrir la puerta, estirar la mano y tomar la bolsa con la ropa. 

—Me hace falta ropa —dijo antes de volver a cerrar. 

Tomé el papel y verifiqué que, en efecto, era el certificado e indicaba que mi hijastra era todavía virgen. No tenía el sello del centro médico al que le dije que debía ir, pero estaba firmado por un médico y había registrado el número de su tarjeta profesional, con eso era suficiente. Suspiré y me dirigí a la biblioteca, pensando en que iba a hacer falta mucho más que el vaso de whisky que había pedido. 

—¿Está todo en orden, señor? —Me preguntó Alfredo cuando nos cruzamos en el corredor que lleva a la biblioteca. 

—Sí, tranquilo. Adolescentes, no va a ser fácil. 

—Sí señor —contestó Alfredo—. ¿Quiere que le lleve la botella de whisky?

—Adivinaste lo que necesito. Gracias. 

Alfredo inclinó la cabeza y yo seguí hacia la biblioteca. Me senté en el escritorio, frente al ordenador, con el vaso de whisky en la mano. Bebí dos largos tragos y tardé en darme cuenta que ni siquiera había encendido el computador. Mi mente divagaba en lo que Valentina me había dicho sobre el certificado y en la cara de Miguel, mi secretario, cuando le dijera que había tenido razón y que la compra de ropa había sido un error. Alfredo llegó con la botella y la puso sobre el escritorio. 

—Iré a descansar, señor. 

—Sí, Alfredo, tranquilo. Buenas noches. 

—Buenas noches, señor.

Cuando Alfredo salió, sonó mi celular y me sorprendió ver un número que no tenía en mi libreta de contactos. Era extraño recibir una llamada desconocida en mi número privado. Igual contesté. 

—¿Aló? ¿Quién es?

—¿Camilo?

Era la voz de una mujer. 

—¿Quién llama?

—Hola, lo siento, soy Sandra, de la tienda de ropa interior. 

Tardé unos segundos en procesar el dato y recordar que había entregado mi tarjeta a la joven que me había atendido. 

—Ah, Sandra, sí, lo siento, estaba distraído. 

Hablamos un rato y quedamos en vernos para comer al día siguiente, en un restaurante. Cuando colgué miré la foto de Gloria, en el retablo del escritorio. 

—No me mires así. —Le dije. Aunque sonreía, sentía que me estaba juzgando—. Tú sabes muy bien que lo nuestro fue un arreglo y, aún así, te respeté en lo que duró nuestro matrimonio. Ahora que no estás, tengo derecho a salir con otras mujeres. 

Creo que cambió su expresión, aunque no puedo afirmar que estuviera contenta. 

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