Capítulo 3
Mi hijo no podía entender lo que había pasado ese día. Solo se quedó en mis brazos, llorando en silencio, y preguntándome si su papá ya no lo quería, si a partir de ahora solo yo lo iba a querer en este mundo.

Lo abracé con intensidad, tratando de ser fuerte por él, mientras le aseguraba:

—No, mi pequeño héroe, mucha gente te quiere. Tus abuelos te extrañan mucho y quieren verte. ¿Te gustaría ir conmigo a buscarlos?

Mi hijo dudó por un momento, apretando el autito de juguete que León le había regalado el año anterior por su cumpleaños.

—Pero... no quiero dejar a papá...

—Tu papá y la abuela no quieren que nos quedemos aquí —le dije, con voz suave, intentando contener las lágrimas—. ¿De verdad crees que es justo tener que llamarlo tío toda la vida?

Mi hijo se quedó en silencio, mirando el juguete que aún apretaba en sus manos, y, con lágrimas en los ojos, me miró y me pidió en un susurro:

—¿Puedo quedarme con papá hasta después de mi cumpleaños? Quiero tener un último recuerdo con él.

Él se negaba a llamarlo tío, tal y como le había pedido.

—Claro que sí, mi amor —asentí, secándome las lágrimas, antes de besarlo en la frente, sintiendo que mi corazón no me cabía en el pecho.

Pero dos días después, en su cumpleaños, León, que me había prometido organizarle una fiesta, no apareció.

—Hoy es su cumpleaños, me prometiste que estarías en casa. ¿Dónde estás? —le pregunté, algo molesta, mientras marcaba su número.

Podía aceptar que me decepcionara a mí, pero no soportaba ver a mi hijo perdiendo la esperanza. Sin embargo, León no dijo una palabra, y simplemente colgó.

—Papá no va a venir, ¿verdad? —me preguntó mi niño, mirando el pastel, con la voz quebrada, como si intentara consolarse a sí mismo—. No importa, mamá, el tío está muy ocupado. Tú y yo podemos celebrarlo solos.

Fue la primera vez que lo escuché llamar tío a León. Parecía que, de alguna manera, ya había aceptado que su padre ya no lo quería. Pero, al mismo tiempo, ver cómo intentaba sonreír mientras hacía un puchero me rompió el corazón.

Quería llamar a León de nuevo, exigirle una explicación, pero justo en ese momento recibí un mensaje de él:

«Nos vemos en la Manada Flaroar.»

—¡Cariño, mira! ¡Papá ha recodado tu cumpleaños!

Mi hijo, al ver el mensaje, levantó la cabeza con los ojos brillando de esperanza.

—¡Mamá! ¡Papá recuerda mi cumpleaños! ¡Vamos rápido! ¡Seguro que él me ha preparado muchos regalos!

El mensaje confirmaba que León había organizado la fiesta para él. Mi hijo estaba tan emocionado que me agarró de la mano y nos apresuramos hacia la villa de la manada. Pero, al llegar, cuando vi las rosas por todas partes y a los invitados vestidos de gala, un escalofrío recorrió todo mi cuerpo. Esto no se sentía como una fiesta de cumpleaños… parecía más bien…

Sin embargo, antes de que pudiera reaccionar, mi hijo corrió hacia León, que estaba junto al pastel, y se lanzó a sus brazos:

—¡Papá! ¡Ya llegué! ¿Me estabas esperando para cortar el pastel?

—¿Qué hacen ustedes aquí? —preguntó Leon, al vernos, evidentemente sorprendido.

Al ver a León y a Jazmín tan elegantes, mi mal presentimiento se confirmó, mientras los invitados comenzaban a murmurar al ver a mi hijo:

—¿No era hoy el día en que el Alfa León iba a anunciar a su Luna? ¿Por qué aparece un niño de repente? —preguntó uno de los presentes.

—Ese niño lo llama papá, ¿acaso es su hijo ilegítimo? —inquirió una mujer.

—¿Cómo estás llamando? —preguntó León, al escuchar los comentarios, empujando a mi hijo sin piedad.

Mi hijo retrocedió y cayó al suelo, sin saber qué hacer, mientras temblaba de miedo.

Aquello fue demasiado. Por lo que, rápidamente, me acerqué a mi hijo e intenté levantarlo para marcharnos. Sin embargo, Jazmín me detuvo con una sonrisa maliciosa:

—María, hoy es el día en que anunciaremos nuestra identidad como Luna y Alfa de la manada. No permitiré que lo estropees.

Al ver su sonrisa burlona, entendí todo al instante. Ese mensaje, probablemente, lo había enviado ella, tendiéndome una trampa.

—¿Acaso no te lo dije? —continuó Jazmín, con la voz llena de desdén, mientras rodeaba a León con los brazos—. No importa cuánto te guste el Alfa, no puedes traer a un bastardo y andar diciendo que es su hijo. ¿O sí, León?

León evitó mirarme, mientras asentía con la cabeza.

Con mi hijo llorando en mis brazos, ya no pude contener más la rabia.

—Mi hijo no es ningún bastardo. ¡Es mi hijo, lo parí yo! Y su padre... es un gran lobo, no este Alfa de su pequeño clan.

Acto seguido, me di la vuelta, dispuesta marcharme de una vez, pero, antes de que pudiera hacerlo, Jazmín se acercó a mí y me abofeteó con fuerza.

—¡Todavía te atreves a hablar! ¡Eres una forastera, una bastarda! ¡Te dimos refugio a ti y a tu hijo, y no solo no agradeces, sino que ahora vienes a difamar a nuestro Alfa y a despreciar a nuestro clan! ¡Golpéenla!

Los hombres lobo se abalanzaron sobre mí, tirándome al suelo, y, casi sin que me diera cuenta, los golpes comenzaron a llover sobre mí como si no hubiera un mañana.

Miré a León, con los ojos llenos de lágrimas, mientras veía cómo Jazmín lo sujetaba, con esa expresión llena de falsa compasión, y pensé que ya no le debía nada. Hacía cinco años, él me había salvado la vida, me había amado con todo su ser. Pero ahora, con cada golpe que caía sobre mí, sentía que nada de todo aquello había sido real.

Mi hijo, llorando desconsolado, se acercó a León, tomó su pantalón con las manos y, de rodillas, le suplicó:

—Tío... no, Alfa León. Me equivoqué, por favor, ¡no sigas golpeando a mamá!

Tanto León como yo nos quedamos paralizados, mirando a mi hijo, incapaces de creer lo que acababa de decir.

—¡Basta! —exclamó León, deteniendo a los hombres lobo que me golpeaban, antes de girarse hacia mi hijo, a quien, con voz temblorosa, le preguntó—: ¿Cómo me llamaste?

—Alfa León... Si no me quieren a mí ni a mamá aquí, nos iremos.

Mi hijo, con los ojos enrojecidos de tanto llorar, parecía haberse hecho mayor de la nada. Con un gesto valiente, me ayudó a levantarme, y, sin decir nada más, ambos nos encaminamos fuera de la villa, mientras todos nos seguían con la mirada.

León me envió un mensaje en silencio, pidiéndome que no me enojara, que llevara a mi hijo a casa y que él volvería por la noche. Sin embargo, mi hijo ignoró el mensaje y, conteniendo las lágrimas, me miró con una expresión decidida:

—Mamá, tú dijiste que mis abuelos nos extrañan, ¿verdad? Entonces, vamos con ellos.

Lo miré, con el corazón destrozado por lo rápido que había madurado, mientras luchaba por contener la tristeza que me ahogaba, y asentí sin más.

Sin pensarlo dos veces, prendí fuego a todo lo que nos había pertenecido, todo lo que alguna vez nos unió, tras lo cual, mi hijo y yo por fin nos marchamos.
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