NO HAY ROSA SIN ESPINAS

Edith no lo pensó; sus pies se movieron por conciencia propia y la llevaron hasta el escritorio. Apoyó las manos en la superficie y alzó la vista, para clavarla en ese hombre extranjero.

—¡Precisamente la ayudé para romper ese compromiso que ella no quería! —explotó, con la desesperación rompiendo el miedo inicial—. ¡Porque es mi amiga y estaba aterrada de unirse a usted! ¡Dijo que era un enfermo con apetitos retorcidos! ¡Yo solo la ayudé porque no quería que sufriera casándose con un tipo que la atemorizaba!

En respuesta a su arrebato, Edith solo obtuvo silencio. La confesión, en lugar de ablandarlo, transformó la calma fría de Alexander en una ira palpable. El aire se cargó con una peligrosa electricidad. Sus ojos azules se estrecharon hasta convertirse en dos rendijas de hielo.

—Qué buena eres, Edith —susurró su cumplido con un desprecio que cortó el valor de ella como un cuchillo—. Pero con tu acto de "bondad", te has cometido un error, no, un delito.

Edith puso cara confundida y soltó un jadeo cuando la mano derecha de él voló hasta su nuca y la atrapó con un agarre sólido como una roca. Jaló de ella, acercándola a su rostro.

El azul en esos ojos se volvió vívido, acechante.

—Ahora, aunque no lo quieras, estás obligada a seguir ayudándola. Es el resultado de tu delito.

—¿Un delito? ¿Evitar un matrimonio forzado, que Amelie nunca quiso, es un delito? —replicó Edith, mirando al hombre directamente a la cara—. ¡Delito debería ser obligar a casarse a alguien que no quiere!

Pareciendo controlar apenas un estallido temperamental, Alexander Russie se inclinó sobre ella y su mano, que ya la sujetaba con exceso de firmeza, se puso rígida en la nuca de Edith.

—Me sorprende lo descarada que eres, pequeña mujer —le dijo entredientes, hablando con su marcado acento ruso, pero también con una voz fluida—. Si estuviéramos en mi patria, en mi casa, ya te estarías retractando.

A pesar del tono de su voz y la gelidez de esos ojos, Edith no se doblegó. Lo había dudado mucho, pero ahora estaba segura. Estaba segura de que había hecho lo correcto al ayudar a huir a Amelie, porque Alexander Russie era exactamente como le había descrito. Ese hombre carecía de escrúpulos, tenía exceso de arrogancia y se refería a su prometida como si fuese un objeto a poseer y una persona.

Y, por supuesto, tampoco pensaba convertirse en la prometida temporal. Prefería ser despedida y echada a la calle sin nada.

—No sustituiré a Amelie —dijo ella con claridad—. Si tanto quiere una prometida, comience a buscar en otra parte. 

Ante su respuesta atrevida, el rostro de él se contrajo de rabia y la soltó bruscamente. Sin darle el tiempo de alejarse, ese extraño rodeó el escritorio y se paró delante de Edith. Su rostro, ya pálido por naturaleza, se había puesto blanco por completo a causa de su ira.

—No tienes idea de cómo funciona esto, ¿es eso, Edith Bailey? —le habló con exceso de arrogancia—. ¿Crees que este compromiso es un capricho mío para obtener a esa chica? ¿Crees que estoy enamorado y por eso la quiero de regreso? ¡¿Piensas que es ambición lo que me hace usarte para sustituirla?!

La acribilló con preguntas, pero Edith no pudo responder a ninguna. En realidad, no sabía por qué se iba a realizar ese compromiso; no conocía las razones por las que la familia quería esa unión con un extraño extranjero. Solo sabía que Amelie no quería casarse con un tipo que la atemorizó desde el primer encuentro, al grado de hacerla regresar llorando desde otro continente y suplicando la ayuda de Edith.

—¡Este no es un simple compromiso! —rugió él, sobresaltándola y avanzando hasta quedar a solo centímetros de ella. Su sombra la envolvió por completo—. Era una unión estratégica. Un tratado invaluable entre dos familias. ¡Y yo...!

Hizo una pausa para recuperar el control, y cuando habló de nuevo, cada palabra se convirtió en un golpe directo para Edith.

—Yo tengo la obligación de garantizar que ese "tratado" invaluable se lleve a cabo, como se estableció desde el inicio, a beneficio de ambas familias. No tengo tiempo de jugar. Y no pienso volver a mi patria con las manos vacías. Como ves, es mi deber asegurar una alianza a través de un matrimonio conveniente para todos —soltó una risita agría, que se clavó en los huesos de Edith—. ¿Ahora lo comprendes? Tu amiguita no solo huyó de un marido, huyó de su deber como eslabón en un tratado de vital importancia entre su familia y la mía. Su cobardía puede, si yo lo quiero, tomarse como un acto de engaño por parte de su familia y terminar sin siquiera un techo donde cubrirse del frío.

Con una familiaridad descarada, alzó una gran mano blanca y la posó en la suave mejilla de Edith. Ella se estremeció ante la caricia fría. Mirándo esos ojos tan azules, se preguntó sí él solo alardeaba o realmente tenía los medios para hundir a una familia tan poderosa como la de Amelie.

—¿Su compromiso es un "tratado"? ¿Qué tipo de tratado...?

—Eso no te importa. Solo debes saber que no es un compromiso entre amantes, sino una alianza merámente pólitica.

Esbozó una sutil sonrisa poco amistosa y palmeó la mejilla de Edith como sí fuese un perro a su disposición.

—Y tú, al ayudarla, te convertiste automáticamente en cómplice de sabotaje en un acuerdo interestatal. Cometiste un grave delito y haré que pagues por ello.

Aunque todavía la razón de ese compromiso la tenía abrumada, Edith no pudo evitar mover la cabeza en un no rotundo y mirarlo asustada. Pero su reacción solo le causó burla a él.

—¿Crees que no puedo? Aunque este no es mi país, puedo condenarte y arruinarte la existencia, Edith.

Ella tragó fuerte, mirando el profundo azul en esa mirada; la tonalidad en ellos era tan intensa que estaba cerca del negro, delineada por un anillo oscuro que Russie rodeaba el iris y volvía esos ojos aún más atemorizantes. Edith nunca había visto a un hombre como ese, tan apuesto y duro, pero deseó no volver a verlo nunca más.

—¿A qué se dedica usted... exactamente? —inquirió despacio, imaginando qué "trabajo" debía tener ese hombre como para amenazarla como acababa de hacerlo.

Edith solo sabía que el hombre frente a ella era poseía gran poder, influencia y riqueza. ¿Pero de donde venía todo eso? ¿Era un empresario, un politico, un militar, un CEO...?

—En realidad, no necesitas saber a lo que me dedico. Solo necesitas saber que estoy por encima del padre de tu amiga, de ti y de la mayoría de este país —la tomó del mentón y le sonrió sin humor—. Así que, claro que no me costaría despedazarte y desaparecerte.

Edith se quedó muda. Las palabras resonaban en su cabeza: "no me costaría despedazarte". Era demasiado grande, demasiado real. Esto iba mucho más allá de una riña familiar y un simple deseo de no casarse: estaba metida en algo mucho más peligroso.

—¿Ahora entiendes la magnitud de tu error? —concluyó él, leyendo con satisfacción el horror en el rostro de ella—. Tienes dos opciones. La primera: aceptas tomar el lugar de Amelie. Te mudas conmigo a Rusia inmediatamente. Serás mi prometida pública durante los dos meses que quedan hasta la boda planeada. Asistirás a eventos de mi mano, aparentarás normalidad y, cuando localicemos a Amelie Fordyce, obtendrás tu libertad y una compensación tan generosa que jamás volverás a trabajar. Será sencillo fingir, ¿no? Hasta ahora, pocos saben con quién me comprometeré y allá nadie conoce el rostro de Amelie Fordyce. Es un juego simple.

Un escalofrío subió por la espalda de Edith solo de imaginarse yéndose a otro país para vivir bajo el mismo techo que ese hombre. ¿Experimentaría por cuenta propia las razones por las que Amelie huyó?

—La segunda: te niegas. En ese caso, no solo asegurarás que la familia Fordyce se hunda hasta lo más profundo, sino que garantizaré que quien sea que lleve tu sangre, hasta la última persona de tu rama familiar, sea arruinada. Y tú, Edith, me ocuparé de ti personalmente, que olvidarás cómo se siente la luz del sol.

Esa explícita amenaza se quedó flotando unos segundos en el frío aire del estudio, clavándose en la mente de Edith y tornando sus castaños ojos brillantes por las lágrimas que apenas conseguía reprimir. No lo lamentaba por ella, sino porque tenía un papá, una hermana y, aunque no era su sangre, estaba el pequeño hermano de Amelie, que sufriría por su culpa.

Finalmente, Alexander le tendió una mano, como un gesto final de ultimátum.

—Elige. ¿La suplantarás o sentenciarás tu vida?

Edith vio la mano frente a ella; blanca, grande y marcada por gruesos tendones. Para ella, no había demasiada diferencia entre las dos opciones que él le ofrecía. Alzó la vista y vio aquel rostro impasible, apuesto y frío en todo aspecto, incluso en apariencia. Había hecho su mejor esfuerzo para ayudar a Amelie y librarla de vivir con ese hombre, pero al hacerlo automáticamente se había condenado a sí misma.

Con un nudo en la garganta que apenas la dejaba respirar, Edith asintió con un movimiento de cabeza apenas perceptible, cargado de un peso que ya le hundía el alma.

—Muy inteligente —dijo Alexander, bajando la mano. Su voz había perdido un ápice de ferocidad, pero mantenía su tono de autoridad—. Eres lista.

Pero en lugar de irse de una vez, se quedó allí, mirándola; parecía un depredador evaluando la presa que acababa de cazar. Las lágrimas que Edith se negaba a dejar caer por dignidad le nublaban la visión, convirtiendo la imponente figura de Alexander Russie en una silueta alta, borrosa y amenazante.

Y cuando él dio un paso hacia ella, Edith instintivamente retrocedió.

—No tienes por qué poner esa cara asustada, no te estoy matando.

Algo en su expresión glacial se había modificado. No era compasión, sino algo más primitivo: una curiosidad predatoria.

—¿Tu edad?

—22 —le dijo Edith con un suspiro tembloroso, porque de nada le servía guardarse su información personal en ese punto—. Soy 3 años menor que Amelie.

Alexander se detuvo a solo un palmo de distancia, invadiendo su espacio y llenándolo todo con su aroma a aire frío, como si trajera el cruel invierno ruso con él.

—Es irónico que hoy me tengas miedo, cuando anoche tú me causaste esto —murmuró él y sus dedos, sorpresivamente cálidos y ásperos, fueron a la barbilla de Edith.

La obligó, con más delicadeza de la esperada, a levantar la cabeza y ver la roja marca en su labio inferior. Aún había un sutil rastro de sangre.

—Perdón... Lo siento mucho —se disculpó Edith, preguntándose si eso también tendría consecuencias para ella—. Me equivoqué, no quería dormir con un desconocido y tampoco conocía las reglas de ese juego.

Lejos de enfadarse con ella, Alexander Russie le sonrió y su pulgar se movió casi imperceptiblemente, acariciando la línea de su mandíbula, logrando que Edith contuviera el aliento.

—Entiendo, Amelie Fordyce te lanzó a las fauces de un hombre sin decirte lo que implicaba —musitó él, con su mirada bajando a los labios semiabiertos de Edith—. Lo perdono, porque el miedo a lo desconocido es comprensible. Sin embargo, de aquí en adelante la desobediencia no será tolerada. Lo que pasó anoche fue un juego de niños comparado con mis gustos, mis juegos y lo que espero de ti.

El miedo en ella se mezcló con una reacción física, una descarga eléctrica que le recorrió la espina dorsal ante el contacto inesperado e íntimo. Pero, aun con eso, Edith mantuvo la razón.

—Yo no voy a dormir con usted —fue tajante—. Suplantaré a Amelie en todo, menos en eso.

Y a él le cambió la expresión al instante. La soltó con un aire irritable y malhumorado.

—Empaca. Solo lo esencial. Nos vamos ya.

Luego de obtener otra prometida, pasó junto a Edith y se marchó del estudio. En cuanto oyó azotar la puerta, Edith se tapó la cara con las dos manos y un sollozo le atravesó la garganta. El eco de sus propias palabras envenenaba el silencio: "Solo la ayudé porque es mi amiga".

Ahora sabía que esa lealtad le había costado su propia libertad. Ella había creído haber hecho algo bueno, pero al final ese acto bueno había sido malo e iba a pagarlo.

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