EL PRECIO DE SER LEAL

—¿"Hay un error"? —la citó con un deje de diversión—. Necesito una explicación. No puede simplemente aceptar el juego y después rechazar jugar. Las reglas son reglas. Ya debe saberlo.

Su forma de hablar era suave y paciente, a pesar de que Edith lo estaba rechazando. La trataba como una niña caprichosa, como una mercancía que había pedido y ahora le decepcionaba al hallarla defectuosa.

—Yo... no tenía idea de qué tipo de juego era este —se justificó Edith sin atreverse a ladear el rostro y verlo, incluso le costaba hablar con valor—. Es... la primera vez que juego...

—¿Y su pareja no le explicó en la fiesta que, al tomar las llaves de otro hombre, se comprometía al sexo con él?

Edith apretó los dientes y en su fuero interno maldijo a Amelie, donde quiera que ella estuviera.

—No lo hizo...

—Lo lamento por usted —le dijo, pero el brazo que le bloqueaba el paso no se movió. Al contrario, el otro brazo alcanzó la cintura de Edith y la envolvió desde atrás.

Con todo el cuerpo entrando en tensión, sintió los labios del hombre rozar su oreja y un suave hilo de aliento invadirla cuando emitió un suave suspiro.

—Yo llegué tarde a la fiesta y no recuerdo haberla visto. ¿Quién es su pareja?

Edith no supo responder. Ella no tenía pareja, había tenido un novio hacía un año, pero ya no estaba con él. Esa relación se había roto de una manera que aún le dolía.

—Espero entienda que no deseo ir más lejos —le dijo ella, llevando sus manos a los brazos de él, aferrados a ella—. Me iré a casa...

—Sin embargo, aunque no supiera las reglas, aceptó jugar. Tomó mis llaves, subió a mi auto y no se negó a entrar a esta casa. ¿Realmente no tenía idea de dónde se metía?

Edith trató de verlo por encima del hombro, pero solo logró verle los cabellos rubios y pálidos, porque él había hundido la cara en el delgado hombro de ella. Notó su aliento y un roce sutil de sus labios en la piel expuesta. Era tan alto que tuvo que casi doblarse por la mitad para abrazarla.

El roce, labios-piel, con ese extraño causó que todo el cuerpo de Edith entrara en alerta máxima.

—¡Suélteme! ¡Yo en verdad no sabía!

—Miente —él alzó la vista. Toda diversión se había esfumado y sido reemplazada por una fría determinación—. No me tome por estúpido.

De un brusco tirón que ella no esperaba, la hizo girarse en sus brazos y la encaró frente a frente. Verlo tan directamente y con tanta cercanía hizo enmudecer a Edith. Ahora veía que no solo era apuesto, sino intimidante. Tenía un aire autoritario aplastante e imposible de ignorar.

—Llegó hasta aquí por su propia elección, ¿no? —insistió él, con la camisa semiabierta y la parte superior de un firme pecho expuesto.

Los labios de Edith se abrieron y se movieron, pero sin palabras. Ella no podía decirle que solo había seguido a ciegas las órdenes de Amelie.

—¿Busca jugar conmigo? —la interrogó enfadado, hablándole con un acento extranjero muy marcado y lleno de erres que la habría hecho reír en otras circunstancias—. ¿Se burla haciendo todo este viaje hasta aquí, solo para negarse a jugar un juego que ya conocía perfectamente? ¡Si piensa divertirse, hágalo en la cama!

Y con ello, la furia, pura y ciega, estalló en Edith. Antes de que pudiera pensarlo, su puño se cerró y voló directo al rostro de aquel hombre arrogante. El impacto contra su mandíbula fue más sólido de lo que Edith esperaba. Él gruñó, más por sorpresa que por dolor, y trastabilló, desequilibrado por el repentino golpe. Su agarre se aflojó un instante. Y eso fue todo lo que Edith necesitó. Se zafó, abrió la puerta de un tirón y salió corriendo a la noche fría y húmeda, sin mirar atrás. Corrió hasta que el aire helado le quemó los pulmones, con el sonido de su propio corazón agitado latiéndole en los oídos.

Solo quería olvidar. Olvidar los ojos azules, vívidos, mirándola fijamente; la sonrisa burlona y blanca, la voz grave y profunda; y claro, el humillante malentendido.

Hasta el día siguiente, no supo que el hombre que acababa de golpear y hacer sangrar era demasiado importante. No supo que la fuga de Amelie desataría la ira de dos familias poderosas. Y mucho menos supo que el monstruo del que huyó su amiga había encontrado a su sustituta.

—Edith, ¡qué hiciste! ¡¿Dónde está mi hija?!

La distinguida mujer que decía quererla como una hija desde que Edith trabajaba para su familia cuidando a su pequeño hijo de 5 años, entró a la habitación del niño como un torrente y tomó con dureza a la chica del brazo. La sacó al pasillo.

—¡Dónde está Amelie!

Las manos le temblaron a Edith, pero selló sus labios y se negó a decir media palabra. Amelie no era solo la primera hija de esa adinerada familia, sino su amiga, y ella le había prometido no hablar hasta que la joven rica hubiese dejado el país y huido lejos de su opresiva familia.

—¿No hablarás? —insistió furiosa la mujer y Edith solo apartó la vista con vergüenza—. ¡Bien! ¡Sé fiel a esa ingrata! ¡Que él te saque la verdad!

"ÉL". Edith apenas alcanzó a preguntarse de quién hablaba la madre de Amelie, antes de que la mujer volviera a sujetarla y la arrastrara por la enorme casa, hasta el estudio del papá de Amelie, un militar retirado. Sin embargo, cuando cruzaron la puerta y Edith quedó de pie frente al enorme escritorio, respirando agitada y con el corazón en un puño, a quien vio delante de ella no fue al padre de su amiga. El hombre sentado era mucho más joven y radicalmente distinto, un polo opuesto al anciano militar.

Y ella lo reconoció a pesar de no saber su nombre. Lo reconoció de la noche anterior, cuando ayudó a que Amelie escapara de su casa, mejor dicho, de un compromiso arreglado contra su voluntad.

Edith sintió que la tierra se abría bajo sus pies. Antes de que pudiera articular una defensa o preguntar quién era él, la figura del hombre se levantó de la silla tras el escritorio del padre de Amelie. Era tan alto como recordaba, quizás más. El aire dentro del estudio se volvió irrespirable.

—¿Dónde está la mujer con quien me casaré? —le preguntó directamente el hombre con ese acento extranjero que remarcaba más las R y esa voz cruda que se metía en los huesos.

Edith tragó saliva y en su cabeza revivió el recuerdo de la noche anterior.

¡¿Dónde está Amelie Fordyce?!—le preguntó severamente de nuevo.

Era él.

El hombre del Aston Martin. El de los ojos azules gélidos, como un lago congelado en medio de la nieve. Pero ahora no llevaba un traje elegante como el de la noche, sino que vestía un uniforme negro de corte impecable, que acentuaba sus anchos hombros y su postura rígidamente erguida. Parecía un oso sacado del hielo ártico. El cabello rubio platino estaba peinado con severidad, y su mirada, ahora a la luz del día, no tenía rastro de la burla de la noche anterior. Solo había una fría evaluación penetrante, como un escáner sin alma.

Anna Fordyce, la mamá de Amelie, detrás de Edith, le dio un leve empujón y ella parpadeó.

—Ella es Edith Bailey, es niñera de mi hijo más pequeño. Y es a quien busca.

Le dio otro empujón, para que Edith se acercará más.

—My yerno, Alexander Russie tiene algunas preguntas para ti. Sé honesta y dile lo que quiere.

Ahora que sabía su nombre y su identidad, Edith se puso más tensa. Y esa tensión se volvió temor cuando él habló de nuevo:

—Salga un momento, Anna, por favor. Espere afuera —dijo con una voz cargada de autoridad, que no admitía réplica.

La señora salió y los encerró en el estudio. Entonces el ambiente se volvió más insoportable que antes. La presencia de él era tan pesada que el espacio pareció encogerse. Sus ojos se posaron en Edith y, aunque ella rápidamente desvió la mirada, una chispa de entendimiento ya había aparecido en el azul de esa mirada. Pero también había aparecido algo más oscuro, una comprensión instantánea y un resentimiento ardiente.

—Ya veo. Eras tú. Anoche. En mi auto. En mi casa —comenzó él, ladeando ligeramente el rostro como un zorro acechando, tratando de ver bien los rasgos de Edith.

Paralizada, ella no le contestó. Acababa de ver el lugar donde le había golpeado, encima del labio superior. La zona estaba roja y se notaba mucho por lo blanca de esa piel.

—No hace falta que lo niegues. Ya sé lo que ocurrió —continuó él—. Amelie Fordyce te usó. Te dio mis llaves para que la suplantaras en el juego y ganar tiempo para irse. Un plan torpe, tan infantil... —Su voz se apagó por el enfado.

Él sabía. Ya lo sabía todo. Edith sintió un repentino mareo, pero continuó en silencio. Aunque la forzara, no le diría nada sobre Amelie; ella haría su parte para que su amiga huyera lejos de ese tipo.

—Mis hombres encontraron el coche que usaron abandonado en el aeropuerto —añadió, contestando a la pregunta que brillaba en los ojos desafiantes de Edith—. Registrado a nombre de Edith Bailey. Así que le sugiero dejar de fingir. ¿Dónde está Amelie Fordyce?

Aunque ya estaba delatada y no había forma de negar su participación en la fuga de Amelie, la lealtad, un último y tembloroso baluarte, se alzó dentro de ella.

—¡No lo sé!

A pesar de su respuesta desafiante, Alexander Russie no se inmutó.

—Es conmovedora su lealtad, señorita Bailey. La misma lealtad que la llevó a aceptar sustituir a su amiga en un intercambio íntimo entre parejas.

La cara de ella enrojeció y solo entonces lo vio directamente.

—¡Yo no sabía de qué se trataba! Y tampoco sabía que usted era su prometido. —No le cabía en la cabeza cómo es que Amelie jugaba un juego donde dormía con otros hombres y menos entendía cómo su prometido hacía lo mismo.

De haber sido Edith otra mujer, ese hombre habría pasado la noche con alguien que no era Amelie. La sola idea le fue repugnante.

—Si es tan buena amiga, espero lo siga siendo.

Edith frunció el ceño, sin comprender.

—¿Qué trata de decir?

—El anuncio oficial del compromiso entre las familias Russie y Fordyce es en dos días —explicó él, con una calma que antes no existía. Como si ya hubiese superado la fuga de su prometida—. La desaparición de Amelie en este momento sería... problemática. Por lo tanto, tú, que tan bien te prestaste para el papel de sustituta anoche, lo interpretarás un poco más.

—¿Qué? —Aunque lo escuchó todo perfecta y claramente, Edith no descifró el significado de sus palabras. 

—Serás la suplente de Amelie, hasta que la encuentre y la haga volver. Mientras tanto, te tomaré a ti como prometida. Es una consecuencia de tu "buena voluntad".

La propuesta, mejor dicho, la orden, era tan descabellada que a Edith le costó procesarla.

—Usted... ¿está loco? —se le salió decir—. ¡Yo no puedo hacer eso...!

—¡¿Esperabas no tener repercusión alguna?! —la voz de él también se elevó en una fuerte reprimenda, que hizo vibrar las paredes y logró que Edith se sintiera minuscula—. ¡Este compromiso, con ella o sin ella, es un hecho!

Apoyando las manos en el escritorio, él moduló su voz.

—Esto, no es más que un efecto de tu "bondad". Acepta el alto precio de tu ciega lealdad.

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