Mientras los pasos de los soldados resonaban en el suelo, como un recordatorio de la eterna lucha por el poder, Isabella y Alejandro permanecieron inmóviles, absorbidos en su propio mundo, un mundo donde el amor y el deber se entrelazaban de manera peligrosa. La guerra no solo había marcado sus cuerpos con cicatrices, sino también sus corazones.
Los hombres que regresaban del campo de batalla no parecían notar la tensión palpable entre los dos líderes. Estaban cansados, sangrientos, pero el deber era su única prioridad. Aunque, para Isabella y Alejandro, el verdadero desafío no era la victoria sobre Edran, sino lo que vendría después: cómo sobrevivirían a la tormenta que sus propios sentimientos desatarían.
Finalmente, un soldado se acercó a ellos, su figura oscura recortada contra el cielo nublado. Era el capitán de las fuerzas de Isabella, un hombre de confianza, que se inclinó levemente al llegar. Con una mirada rápida hacia Isabella y Alejandro, sus ojos se detuvieron en la herida