—No... no sé de qué hablas. Solo lo dije por inercia —responde ella.
Y entonces, sonrío. No lo hago por burla ni por superioridad. Sonrío porque la reconozco. Porque esa negación repentina, casi torpe, es tan... ella. Esa manera de negar con la voz firme mientras sus ojos cuentan otra historia. Esa forma de escapar con palabras cuando la memoria —o el corazón— la traiciona. Dice que lo dijo por inercia. Pero yo escuché la grieta en su voz. Pequeña. Frágil. Como si algo en su interior dudara de su propia negación.
No le respondo de inmediato. Prefiero observarla de reojo. Está nerviosa. Lo noto en cómo sus dedos juegan con la tela del bolso, arrugándola como si en esos pliegues pudiera esconder lo que siente. Su pierna se mueve ligeramente, como si estuviera lista para huir. Y sus ojos... sus ojos no pueden quedarse quietos. Buscan la ventana, el tablero, el camino. Buscan una salida. Como si pensara que saltar del auto pudiera liberarla de mí, de esto, de lo que aún no quiere nombrar.