Capítulo 2: Lo que no se dice

La casa estaba inusualmente silenciosa para una mañana de sábado. Clara jugaba en el suelo con su pulsera nueva, fascinada por cómo brillaba el pequeño dije cuando lo giraba bajo la luz. Su emoción le duró unos minutos más, hasta que recordó que debía ir a tocar el piano. Le diría a su hermana mayor que la ayudara con sus partituras más tarde. Estrella, en cambio, se había cruzado de brazos en el sofá, clavando la vista en Daniel, como si fuera un intruso al que debía vigilar.

Uno muy malo.

Cynthia había preparado café. Las manos le temblaban apenas cuando dejó las tazas sobre la mesa del comedor. No por miedo, es qué ya estaba agotada de tenerlo en la casa. Daniel estaba sentado en el borde del asiento, incómodo, con los codos sobre las rodillas y la mirada fija en Clara. No podía dejar de mirarla. No podía creerlo: era real. Ocho años de fotos en su cabeza, de sueños frustrados, y ahora ella estaba ahí, a un metro de distancia.

Nunca las buscó, pero se había imaginado a Clara de muchas maneras, pero no siendo así.

—¿Dónde estuviste todo este tiempo? —preguntó, Estrella, de pronto, con esa voz afilada que Cynthia conocía bien. La adolescente había crecido en medio del vacío que Daniel dejó, y no le perdonaba nada.

Él se lo había buscado. Nunca le habló mal de su padre, gracias a Dios, él solo se había creado su fama con Estrella.

Daniel levantó la vista. Le costaba mirarla, porque Estrella —con sus ojos oscuros y su mandíbula tensa— era el espejo de Cynthia cuando era más joven.

Estrella era una belleza, la niña perfecta de cabellos dorados... que no lo miraba con amor.

—No tengo una buena respuesta para eso —dijo él, con honestidad dolorosa—. Me equivoqué. Hui cuando debía quedarme. No supe ser hombre. No supe ser padre.

Estrella frunció el ceño, pero se hundió un poco en el sillón. Cynthia lo notó. Quizá, solo quizá, había golpeado algo de humanidad en esa coraza adolescente.

Clara, mientras tanto, caminó hasta el sillón y trepó al regazo de Estrella.

—¿Podemos ir en tu moto al centro después? —preguntó, con voz cantarina.

—Claro, enana. Pero primero, mamá, necesita hablar con él —Estrella le revolvió el pelo, lanzándole otra mirada gélida a Daniel por encima de la cabeza de Clara.

—¿Puedo hablar con mamá a solas? —preguntó, Daniel, con un hilo de voz, mirando a Cynthia.

Ella respiró hondo. Cada célula de su cuerpo gritaba —no—. Cada recuerdo de noches sin dormir, de médicos, de rabia contenida, gritaba —no—. Pero algo en su pecho, algo viejo, cansado de luchar, murmuró: —sí—.

—Estrella, ¿me ayudas llevándola un rato a su habitación? —le preguntó, Cynthia, sin apartar la vista de Daniel.

Estrella abrió la boca para replicar, pero al ver los ojos de su madre, simplemente asintió. Tomó a Clara de la mano y salieron, dejando la puerta entreabierta.

Y entonces, el silencio cayó.

Cynthia se sentó al otro lado de la mesa, lo suficientemente lejos para marcar distancia, pero lo suficientemente cerca para escuchar cada palabra.

—Yo no tengo nada que decir, así que te escucho —dijo.

Daniel tragó saliva. Su voz era rasposa, como si no la hubiera usado para decir cosas importantes en años.

—Me fui porque tenía miedo. Pensé que podía volver cuando arreglara mi vida, pero la vida… no espera. Me hundí en trabajo, errores, mujeres y alcohol. Pensé que era mejor para ustedes que no estuviera. Creí que desaparecer era un acto de amor... —se frotó el rostro, exhalando como si soltara piedras de los pulmones—. Pero todo lo que logré fue convertirme en un cobarde.

Cynthia apretó las manos en el regazo.

—Lo que lograbas cada día que no estabas... —dijo, con voz baja y feroz—, era romperle el corazón a una niña, pero nos diste el valor con tu ausencia. Luchamos y lo seguimos haciendo muy bien sin ti. No te necesitamos. No solo dejaste a Clara, te desentendiste de Estrella. ¿O es qué te olvidas que nuestra hija mayor si sabía que tenía un papá? —se rió para sí misma, menos mal que no tenía nada que decir.

Un silencio apareció en el lugar. Daniel asintió, hundiendo la cabeza entre los hombros.

—No espero tu perdón, Cynthia. Ni el de ellas. Solo quiero una oportunidad. Una pequeña. Para estar. Para reparar, aunque sea un poco, el daño que hice. Quiero que mi familia conozca a Clara. Hemos hablado de ellas y ya la aman. Quieren volver a ver a Estrella.

—¿Cómo pueden amar a alguien que no conocen? —Cynthia cerró los ojos un segundo. 

Pensó en las noches abrazando a Clara mientras lloraba. En Estrella creciendo demasiado rápido para ayudar en casa y en sí misma, parada frente al espejo, repitiéndose que podía sola.

Cuando los abrió, las lágrimas estaban ahí, al borde, pero no cayeron y desaparecieron con rapidez.

—No me digas estas cosas a mí. Pregúntaselo a ellas y si quieren que seas parte de su vida. Lo mismo para conocer a tu familia —se levantó despacio—. Pero te advierto algo, Daniel: si vienes a revolver sus vidas y te vas otra vez… me encargaré de que no encuentres el camino de regreso. Tengo a una adolescente y a una mini adolescente, que cree tener las mismas alas que Estrella, pero se le olvida que tiene ocho. No las quieres de enemigas.

Daniel asintió, tragándose las lágrimas.

—Gracias —susurró.

Cynthia tomó aire, contuvo el temblor en las piernas, y fue hacia la puerta de enfrente. Antes de abrirla, se detuvo.

—Mañana. Si quieres venir, mañana a las once. Pero trae algo más que palabras. Estrella y Clara tienen un evento de música. Puedes intentar empezar por ahí.

Y sin decir nada más, le abrió la puerta para que se fuera de su casa. Ya habían hablado lo suficiente y no era necesario darle más largas a las cosas.

De arrepentimientos ni rencores se vive, pero Daniel solo tendría una oportunidad con sus hijas. Si fallaba, no era su culpa. 

[...]

Esa noche, la casa estaba en silencio. Clara dormía cómodamente en su cama como si fuera una contorsionista, mientras la luz tenue del pasillo se colaba por debajo de la puerta de su habitación. En la cocina, Cynthia lavaba los platos, con movimientos lentos, distraída.

El lunes llegaba el nuevo presidente de la fundación. Era noruego y al parecer, no tenía un buen carácter. Le llevaría galletas el martes a su equipo. No podía juzgar a alguien que no conocía.

—¿Mamá? —la llamó, Estrella, desde la puerta.

Cynthia se giró, secándose las manos con un paño.

—Sí, mi amor.

Estrella cruzó despacio, con las manos en su celular, mientras terminaba de enviar un mensaje y dejarlo en la encimera. Se apoyó en ella, mirando hacia los platos, jugando con un hilo del pañuelo de secar los trastes.

—No me gusta que haya vuelto —soltó de golpe, viendo con asco el hilo sucio, pero no dejó de jalarlo.

Cynthia suspiró, apoyándose en el borde del fregadero.

—Lo sé, Estrella. Y está bien sentirte así.

—No… realmente no entiendes —la voz de Estrella se quebró apenas—. Yo sí me acuerdo de él. Clara no. Pero yo sí.

Cynthia se acercó con cautela, como si se aproximara a su pequeña hija de cinco años. No a la Estrella de trece.

—¿Qué recuerdas?

Estrella apretó los labios, con la mirada clavada en el suelo.

—Recuerdo cuando llegó Clara. Estabas cansada, todo el tiempo lloraba, y él… él nunca estaba, ¿te acuerdas? Decía que tenía que aprender a cambiar pañales para Clara, pero él había cambiado los míos —una risita amarga se le escapó—. Y después, una semana después… desapareció. Me prometió que íbamos a ir al parque. Me dijo “mañana”, pero ese mañana nunca llegó, mamá.

Cynthia sintió que algo en el pecho se le arrugaba. Quiso extenderle la mano, pero se contuvo. Su hija todavía no había terminado de hablar.

—Lo esperaba en la ventana, ¿sabes? —continuó, Estrella, alzando un poco la voz, con lágrimas empañándole los ojos—. Cada tarde. Por momentos pensaba que se había perdido, o que se había olvidado el camino a nuestra casa. Y tú… tú estabas tan ocupada intentando que todo siguiera como si nada, que nunca lo hablamos.

Cynthia cerró los ojos un momento, tragándose la culpa como un veneno antiguo.

—Estrella… lo siento. Lo siento mucho, hija.

La chica negó con la cabeza, dando un paso atrás.

—Ahora vuelve, como si pudiera entrar y hacer como si nada. Como si yo no me hubiese quedado sin papá y que todo esté bien. Como si no hubiera pasado nada. Pero sí pasó, mamá. Pasó de todo. Y yo no quiero que Clara tenga que saber lo que es esperarlo. Ella no tiene que vivir lo que yo pasé. Tenía cinco años, pero lo recuerdo todo.

Cynthia sintió que algo dentro de ella se rompió. Caminó hacia Estrella y, esta vez, sí le puso las manos en los hombros.

—Tienes razón —dijo, en voz baja—. Y no voy a dejar que Clara se rompa como tú tuviste que romperte. Ni que tú cargues con todo otra vez. Mamá está siempre aquí. Soy a todo terreno para lo que sea que necesiten. Soy su más grande apoyo y su fiel compañera. Somos las tres mosqueteras.

Estrella apretó los labios, intentando mantenerse firme, pero al final una lágrima le cayó por la mejilla. Cynthia la abrazó fuerte, pegando su frente a la de ella.

—Yo estoy aquí, cariño —susurró, Cynthia—. Contigo. Siempre.

Estrella se hundió un instante en ese abrazo, aflojando los hombros, dejando salir un sollozo breve antes de apartarse. Se secó las mejillas, recuperando la dureza en la mirada.

—Mañana si viene, no voy a quedarme a mirarlo hacer de papá perfecto. Que lo sepas. Nunca me hizo falta. Estaba muy ocupada viendo a mi abuelo y a mi tío ser los mejores papás del mundo con nosotras, que su ausencia no la noté.

Cynthia sonrió, acariciándole el cabello.

Su niña fuerte, de corazón de pollo.

—Tú decides, Estrella. Pero pase lo que pase… aquí tienes un lugar para volver —le señaló sus brazos, su hija hizo una mueca de desagrado, pero asintió.

Salió de la cocina, con su celular en la mano y su caminar rápido. Cynthia se quedó sola, viéndola alejarse, mirando lo amplío que era ese espacio. Le causó curiosidad la vida. Ella nunca pensó que él volvería y mucho menos, que tendría que lidiar con las nuevas emociones que él traería a sus hijas.

—Cuando te fuiste, hiciste un espectáculo y ahora que regresas, vuelves a hacer lo mismo. Debo llamar a mi madre en la mañana para contarle lo que se aproxima. Esto me pasó seguramente porque no me puse la tanga amarilla para la buena suerte en año nuevo.

Se rió y siguió en sus quehaceres.

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