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Capítulo 3: Eco de una decisión.

El aire en el auditorio estaba cargado de una belleza casi sagrada. El piano de cola, bañado por un tenue foco de luz cálida, parecía respirar junto a cada movimiento de Estrella. Sus dedos danzaban sobre las teclas, arrancando una melodía suave, de esas que no solo se escuchan, sino que se sienten. En cada nota, Cynthia encontraba una caricia, un recordatorio y un eco...

La música tenía ese poder. El de abrir puertas que uno creía cerradas y no sabe como abrirlas después.

Y mientras todos los presentes se dejaban envolver por la armonía, ella fue arrastrada por la melodía a otro tiempo. A una consulta médica, a una silla incómoda, a un monitor frío y a una pantalla que mostraba una pequeña figura latiendo dentro de ella.

Veintisiete años tenía Cynthia. Trece semanas de embarazo, y una ginecóloga de voz seca, con ojos que no sabían mirar más allá de las cifras.

—Sesenta por ciento de probabilidades de que la niña venga con síndrome de Down —dijo—. Es muy alto. Si quieres, podemos programar la interrupción esta misma semana.

Como si hablara de quitar una muela. Como si la vida, ese latido que Cynthia ya había sentido en carne propia, no mereciera al menos una pausa para pensarse o una oportunidad para tomar una decisión sin usar la lógica.

En su pecho, el corazón se endureció.

—¿Abortar? —repitió, como si la palabra le costara y le causara indigestión.

—Con ese porcentaje, es lo más seguro y responsable. Vas a tener que enfrentarte a una crianza difícil. A una niña que quizás no sea funcional y tendrás muchos problemas. Quedarás sola. Eres médico y la sabes. Sé un poco más humana también y piensa en trabajo que tendrás.

Eso último sonó más a reproche que a comprensión.

Pero Cynthia era ginecóloga también. Y sí, era más humana que cualquiera que hubiesen conocido. Una mujer marcada por los ritmos del cuerpo, por los gritos y silencios del dolor, por los milagros y por las pérdidas. Sabía lo que era dar vida. Sabía lo que era sostener una mano mientras la muerte se asomaba por la puerta.

Y también sabía que su hija, esa pequeña que aún no tenía nombre, ya era suya y su bendición.

Se levantó de la consulta sin mirar atrás. Cambió de ginecóloga esa misma semana.

Afuera, en el pasillo del hospital, las lágrimas no fueron de miedo. Fueron de certeza, de amor y de rebeldía contra un sistema que trataba las probabilidades como condenas. Eligió a Clara. Eligió lo desconocido. Eligió el amor... incluso si dolía más adelante.

Un estallido de aplausos la sacó de golpe de ese recuerdo.

Estrella se inclinaba frente al público, recibiendo el cariño que tanto merecía. Cynthia parpadeó, tragando el nudo que se le había formado en la garganta.

Era hora del solo de su hija. El auditorio quedó en silencio, como si el mundo contuviera la respiración.

Estrella se sentó nuevamente en el piano, seria, concentrada, como si en su piel llevara tatuado el peso de algo más grande que la música. Cynthia entrelazó los dedos sobre su regazo, conteniendo la emoción. Recordó a la niña que hasta hace poco, iba corriendo detrás de ella pidiendo ir a quedarse en casa de los abuelos. Decían que su pequeña no entendería el mundo de la música y que no tocaría un instrumento.

Pero allí estaba su pequeña. Brillando hermosamente, siendo uno con su piano. Triunfando como toda una estrella.

Y en ese instante, mientras las primeras notas del solo empezaban a nacer, Cynthia entendió que, a veces, las decisiones más valientes no son las que se gritan, sino las que se toman en soledad, en medio del miedo. Y que hay músicas —como ciertas vidas— que valen por el simple hecho de existir.

Las primeras notas del solo de Estrella se derramaron como agua clara sobre la sala. Su pequeña figura se curvó sobre el piano con una concentración casi sagrada, y durante unos segundos, el mundo dejó de existir. Solo estaban ella y la música.

Las manos de Cynthia temblaron sobre su regazo.

La melodía que salía de las teclas era simple y dulce… pero cargada de una fuerza brutal. Como si en cada nota estuviera escrita una historia que nadie más conocía. Como si cada sonido llevara escondida una palabra que nunca se dijo. Como si su hija, sin hablar, gritara al mundo entero—. Estoy aquí. Soy un talento que debe ser escuchado.

Porque su hermosa hija era muy dedicada a lo que amaba.

Cynthia sintió un sollozo subirle por la garganta, pero no lo dejó salir. No aún.

Entonces ocurrió.

En medio del solo, Estrella alzó la mirada del teclado. Solo un instante. Sus ojos recorrieron la sala, brillantes y ansiosos. Se posaron en ella y se miraron intensamente.

No fue un gesto casual.

Fue un disparo silencioso.

Cynthia lo sintió en el pecho, como si el alma se le abriera en dos. Porque lo entendió todo. Estrella sabía cuanto habían esperado este momento. No necesitaban palabras y mucho menos la lógica… pero sabía. Sabía que su madre había peleado con todos, para darle todo a sus hijas. Que había elegido quedarse. Que había sostenido el mundo con los dientes para protegerla de una realidad que no siempre perdona cuando creen que están solas.

Y en ese cruce de miradas, en esa fugaz conexión, Clara, la miró con orgullo. Cynthia encontró lo que nunca le dijeron en las consultas, ni en los libros, ni en los informes médicos.

Estrella y Clara lo eran todo para Cynthia.

En la música, sus dos grandes tesoros, daban todo.

En ese instante, entendió que no había salvado a Clara.

Clara la había salvado a ella.

Y entonces sí, dejó que las lágrimas cayeran. Sin vergüenza y sin ocultarlas, las dejó rodar.

Porque Estrella no solo estaba tocando un piano.

Estrella estaba tocando la verdad.

Y todos los que escuchaban, aunque no lo supieran, estaban presenciando a una artista en ascenso.

Los aplausos estallaron cuando Estrella terminó su solo. La última nota flotó un segundo en el aire, suspendida como un suspiro, antes de caer sobre la ovación como una pluma que se posa en tierra firme. Cynthia se puso de pie con todos, aplaudiendo con fuerza y con el corazón hecho trizas de orgullo.

El auditorio vibraba con la emoción del momento. Entre las butacas, rostros emocionados, lágrimas discretas y miradas encendidas. Nadie decía nada, pero todos sabían que acababan de ver algo que no se podía repetir.

Cynthia se limpió el rostro con la mano antes de que Estrella la viera, y se abrió paso hasta el vestíbulo para tomar un poco de aire. Todavía tenía el pecho apretado, como si la emoción se le hubiera quedado incrustada entre las costillas.

Fue entonces cuando él apareció.

—¿Primera vez que vienes a uno de estos conciertos? —preguntó una voz grave y serena a su izquierda.

Ella giró la cabeza y un hombre alto, de barba bien cuidada y ojos grises como el acero, la miraba con una media sonrisa. Llevaba el traje ligeramente desordenado, como quien odia vestir formal, pero sabe cómo hacerlo.

—No —respondió ella, apenas esbozando una sonrisa cansada, viendo que Clara hablaba con un amiguito a su lado—. Pero sí es la primera vez que me quiebro así.

El desconocido asintió, como si entendiera perfectamente.

—Fue impresionante. Esa niña… no solo toca el piano, lo habita. Toda una artista.

Cynthia lo miró de nuevo. No lo había visto antes por aquí, pero algo en él, su postura o su forma de observar las cosas... su pausa al hablar, le decía que no era un asistente casual.

—¿Eres familiar de alguien? —le preguntó.

Él negó con la cabeza.

—No. Solo alguien que… busca respuestas en lugares donde otros ven debilidades.

Cynthia arqueó una ceja, intrigada.

—Curioso. Yo también hago eso, casi todos los días.

Él sonrió, sin saber que tenía delante a una de las ginecólogas más reconocidas y queridas del país. Y ella, sin saber que aquel hombre, era Mathias H. Richter, el nuevo presidente de la Fundación Madres Trisomía 21, a la que acababa de ser nombrada como vicepresidenta.

—Mathias —dijo él, extendiendo la mano.

—Cynthia —respondió ella, estrechándola sin dudar.

Y en ese apretón de manos, algo se deslizó en silencio. Una conexión sutil, un cruce de caminos inevitable. Sin nombres, sin títulos y sin máscaras.

Solo dos almas, desgastadas y marcadas por lo que han visto y por lo que están a punto de descubrir.

Ella se despidió con una mirada fugaz, aún temblorosa por lo vivido. Él la siguió con la vista, curioso. No por el deseo de saber más, sino por la sospecha, apenas un susurro de que aquella mujer, tenía mucho más que contar.

—¿Estrella querrá comer sushi? —miró a la pequeña, que iba hablando con la mujer, de forma libre e independiente entre la gente.

Ninguno de los dos lo sabía aún, pero ese encuentro cambiaría la vida de todos.

Clara tenía ese efecto.

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