Ocho años después
El reloj marcaba las 8:45 de la mañana cuando el despertador sonó con su pitido agudo, cortando la quietud de la madrugada. Cynthia lo apagó de un manotazo, dejándose caer un momento boca arriba en la cama. Se frotó las sienes, intentando calmar el zumbido constante en su cabeza. No había dormido mucho: entre preparar las mochilas, revisar papeles del hospital y calmar a Clara después de una pesadilla, la noche se le había escurrido como arena entre los dedos.
Por lo menos era sábado.
Un grito la arrancó de sus pensamientos.
—¡Mamááá! —la voz de Estrella, resonó desde la cocina— ¡Clara está tratando de hacer los huevos ella sola!
El corazón de Cynthia dio un vuelco. Se levantó de golpe, descalza, con la bata torcida colgándole de un hombro, y corrió hacia la cocina. La escena la detuvo un instante: Clara, subida a un banquito, sonriendo de oreja a oreja mientras intentaba romper un huevo con ambas manos. La mitad del huevo goteaba en la sartén, la otra mitad resbalaba por la encimera y caía al suelo en un pegajoso charco amarillo.
—¡Buen intento, mi amor! —dijo, Cynthia, envolviendo a Clara en un abrazo desde atrás y besándole la cabeza—. Pero por hoy, mamá es la chef, ¿vale?
Clara soltó una risita, esa risa cristalina que llenaba la casa de luz. Estrella, de pie al otro lado de la mesa, resopló con cariño mientras cruzaba los brazos.
—Te lo dije, mami. Es un terremoto. Una de las dos debía sacrificarse en la cocina —bromeó.
El desayuno fue un caos: risas, manos que peleaban por la mantequilla, migas por todo el mantel, leche derramada que Clara intentó limpiar con una montaña de servilletas, porque su abuela le enseñó a como hacer la limpieza. Cynthia se detuvo un momento, con una taza en la mano, para mirar a sus hijas. Y aunque el cansancio le pesaba en los huesos, el pecho se le llenó de un calor suave. Cada mañana era un recordatorio de todo lo que había ganado, aunque a veces doliera el pasado y lo que había perdido... había ganado más.
El timbre de la puerta sonó, cortando el momento como un cuchillo. Cynthia frunció el ceño. No esperaba a nadie tan temprano en la mañana. Las chicas tenían una agenda llena el día de hoy. Estrella iba con sus amigos y Clara, tenía cita con sus abuelos.
—¿Mami, esperamos a alguien? —preguntó, Estrella, con un destello de curiosidad.
—Terminen de desayunar —dijo Cynthia, dejando la taza en la mesa—. Vamos a ver quien se atreve a interrumpir nuestra comida —caminó hacia la puerta, alisándose el cabello con una mano. Cuando abrió, un golpe seco le dio en el pecho.
Ahí estaba él.
Daniel.
Ocho años no habían borrado esos ojos, ni esa voz grave que todavía aparecía en sus pesadillas. Estaba más delgado, el cabello más corto, algunas canas asomando en las sienes. Pero los ojos… esos ojos seguían igual. Inquietantes. Intensos.
Daba gracias a Dios que sus hijas no los tenían.
—Hola, Cynthia —dijo él, con voz baja, casi en un susurro vergonzoso.
El mundo pareció volverse borroso a su alrededor. Cynthia sintió que el suelo se abría bajo sus pies, que todo el aire había sido arrancado de la sala.
—¿Qué haces aquí? —preguntó, apenas capaz de pronunciar las palabras.
Daniel tragó saliva, metiendo las manos en los bolsillos de la chaqueta. Inspiró hondo, como si juntar el valor le costara cada fibra del cuerpo.
—Necesito hablar contigo. Y conocer a mi hija.
El corazón de Cynthia se aceleró, golpeándole el pecho como un tambor desbocado. Durante un instante, una parte de ella —la parte rota, la que había intentado enterrar hace años— quiso gritarle, empujarlo, azotarle la puerta en la cara. Pero las palabras se le quedaron atrapadas en la garganta.
—Mami… —una vocecita sonó detrás de ella.
Cynthia giró apenas. Clara asomaba la cabeza por el marco de la puerta, su cabello estaba suelto, los ojos brillando de curiosidad y la camiseta manchada de mantequilla.
Su hija era de espíritu libre. Los desayunos servidos por ella, eran así.
—¿Quién es él?
Cynthia tragó saliva. Daniel dio un paso atrás, como si la visión de Clara lo hubiera golpeado en el estómago. Por primera vez en mucho tiempo, Cynthia lo vio tambalear. La coraza que siempre había tenido —esa arrogancia, ese aire de control absoluto— se resquebrajó frente a la niña.
Los ojos de Daniel se llenaron de algo que Cynthia no supo identificar al principio. ¿Dolor? ¿Culpa? ¿Esperanza?
Se la tenía merecida. Él las había abandonado, pero no le guardaba tanto rencor.
—Hola, Clara —dijo él, con algo de vergüenza y con la voz quebrada—. Yo… yo soy Daniel.
Clara ladeó la cabeza, frunciendo el ceño como si tratara de encajar las piezas de un rompecabezas invisible.
Cynthia respiró hondo. Durante ocho años había intentado construir un mundo nuevo, una vida nueva. Pensó que había sobrevivido a lo peor. Pensó que había cerrado todas las puertas por donde podía colarse el pasado.
Pero en ese momento entendió algo que se le había escapado: algunas tormentas regresan cuando menos lo esperas. Y a veces, no importa cuán fuertes sean tus paredes, el pasado siempre encuentra la forma de entrar.
Cynthia cerró la puerta a medias, interponiéndose entre Daniel y Clara como un escudo.
—Clara, cariño, ¿puedes ir a jugar con Estrella un momentito? —dijo, con una voz que intentaba ser calmada, pero que temblaba apenas.
Clara abrió la boca para protestar, pero algo en los ojos de su madre la detuvo. Frunció los labios, asintió despacio y desapareció al trotecito por el pasillo.
Cuando Cynthia volvió a mirar a Daniel, ya no era la mujer temblorosa de hace un minuto. Sus hombros estaban rectos, la mandíbula tensa, las manos crispadas a los costados y las ganas de golpearlo aparecieron.
La violencia no era el camino.
—¿Cómo te atreves? —murmuró, sin saber si se había escuchado—. Después de todo este tiempo… ¿Vienes aquí como si nada y le hablas? ¿Quién te crees que eres?
Daniel alzó una mano, como pidiendo calma, pero la bajó enseguida. Su mirada estaba fija en el suelo.
—Sé que no tengo derecho a nada. Lo sé —respiró hondo—, pero he cambiado, Cynthia. Necesito… necesito conocerla.
—¿Cambiaste? Ah, bueno, ¿te felicito? —Cynthia soltó una risa breve y muy amarga—. ¿Qué cambiaste, Daniel? ¿Eso qué significa? ¿Qué ocho años desaparecen? ¿Qué las noches que pasé sola con ella enferma desaparecen? ¿Qué el miedo, la soledad, las lágrimas… se borran solo porque ahora apareces en mi puerta? Vaya, te faltó cambiar un poco la mente.
Daniel apretó los labios, asintiendo despacio. No intentó justificarse.
—No quiero quitarte nada. Solo quiero… verla. Estar cerca. Sé que no merezco el título de padre, pero…
—Que bueno que lo reconoces. Por lo menos, eso sí nota.
Su voz se quebró. Cynthia sintió un nudo en la garganta, pero lo tragó con rabia. Quiso gritarle, empujarlo, decirle que se largara. Pero entonces lo vio: el hombre que una vez amó, derrotado y quebrado. El hombre que había sido cobarde. Y aun así, ahí estaba, parado frente a la puerta como un niño pidiendo permiso para entrar.
Le faltaba malicia y a la vez, le molestaba ser tan corazón de pollo.
—No voy a permitir que la lastimes, Daniel —dijo ella, bajando la voz, como un filo contenido—. Ni un rasguño. Ni una decepción. Si cruzas esa puerta, si le hablas, no hay vuelta atrás. Si apareces hoy y desapareces mañana, te juro que te vas a arrepentir el resto de tu vida.
Daniel levantó los ojos. Estaban húmedos.
—Lo sé —susurró—. Y no pienso huir. Quiero que Clara conozca a mi familia. Ellas la aman. Todos lo hacemos.
Un silencio tenso llenó el aire. Cynthia dudó. Parte de ella quería cerrarle la puerta en la cara. Pero otra parte… otra parte miraba hacia el pasillo, donde Clara reía con Estrella, y sentía que quizá, solo quizá, su hija merecía conocer al hombre que la había traído al mundo.
No podía negarle ser su padre. Solo Clara podía.
—Cinco minutos —dijo finalmente, entre dientes—. Y solo si ella quiere hablar contigo.
Daniel soltó un suspiro largo, como si llevara años aguantando la respiración. Cynthia se giró, llamó a Clara, y cuando la niña volvió a asomar con esos ojos grandes e inocentes, algo se rompió definitivamente en el pecho de Daniel.
—Clara, mi amor —dijo Cynthia, agachándose frente a ella—, este es Daniel. Es… es tu papá.
Clara la miró, luego miró a Daniel. Después, con la lógica simple de los niños, preguntó:
—¿Me trajo un regalo? ¿No sabe que mi abuelo me regala mangos? —lo miró—. Muchos mangos.
Cynthia se quedó helada. Pero Daniel, entre lágrimas contenidas, soltó una carcajada suave.
—No, princesa —dijo, sacando una pequeña pulsera de su bolsillo—. Pero traje esto para ti.
Era sencilla, de hilo rojo, con un pequeño dije en forma de estrella. Clara se acercó con pasos titubeantes, lo miró a los ojos, y entonces… sonrió.
Cynthia supo, en ese instante, que ninguna preparación, ninguna barrera, ninguna fortaleza que hubiera construido, iba a detener lo que venía.
El pasado había vuelto. Y esta vez, venía para quedarse.
Dramáticamente, pero a quedarse.