Fuera de la estación, los árboles acogen gran cantidad de anuncios, en su mayoría escritos a
mano en hojas volantes clavadas de mala manera en la corteza con una chincheta de dibujo. Se
vende de todo: desde estufas a cocinas de gas, desde huevos de gallina a leña para hacer fuego.
Las calles secundarias no están asfaltadas, y basta un breve temporal para transformarlas en
pantanos. Las numerosas viviendas medio en ruinas, protegidas por perros enjutos y agresivos,
ocultan historias de dolor y de privación. Algunas han sido abandonadas y la hiedra ha acabado
por enfilarse a través de los cristales rotos y colonizar su interior. Al mirar estas casas
espectrales, de siglos de antigüedad, con los tejados inclinados, las chimeneas tambaleantes y los
muros llenos de grietas, uno se pregunta cómo es posible que no se derrumben.
En una de esas frágiles casas, la peluquera recibe a su clientela. Horarios y precios están
resumidos en un cartel pegado con papel celo en la ventana de un dormitori