Aleckey alzó el rostro, olfateó el aire y echó a andar con pasos seguros. Su mirada se fijó en el oeste.
—Hay un lago no muy lejos —murmuró—. Si no me equivoco, todavía debe estar oculto entre los sauces. Lo usábamos como punto de descanso en las antiguas cacerías.
Calia lo observó de reojo mientras limpiaba una herida leve en el antebrazo de una de las guerreras. El alfa todavía respiraba con pesadez, su piel cubierta de marcas y sangre ajena. No obstante, se mantenía firme, imponente.
El grupo se puso en marcha, avanzando con cautela entre los árboles hasta que el bosque se abrió como un suspiro. Allí, la luz del anocheser se reflejaba sobre las aguas cristalinas de un lago escondido entre colinas cubiertas de niebla. Los árboles alrededor formaban una cúpula natural, y la paz del lugar contrastaba con la violencia vivida horas antes.
—Aquí estaremos a salvo por esta noche —anunció Aleckey mientras se agachaba frente al lago y bebía con lentitud. Luego se giró su rostro hacia Calia—