El local de Paula parecía un campo de batalla: polvo en el aire, botes de pintura apilados y un concierto de martillazos de fondo. Clara estaba sentada en una silla improvisada con una caja, mientras Paula le pasaba un café que sabía más a consuelo emocional que a cafeína real.
—Tienes que dejar de pensar tanto —dijo Paula, dándole un sorbo al suyo—. O te va a salir humo de la cabeza.
Clara iba a responder, pero la puerta se abrió de golpe, dejando ver a Martina con su energía desbordante y una nube de polvo de obra que la hizo toser dramáticamente.
—¿De verdad alguien puede respirar aquí dentro? —exclamó, agitando una mano frente a su cara—. Me han guiado los gritos de Paula y el olor a pintura.
—Bienvenida al paraíso del caos —murmuró Clara con una sonrisa cansada.
Martina no llegó a sentarse porque, en ese mismo instante, la puerta del local se abrió de nuevo, esta vez con más fuerza. Un hombre que parecía sacado de un anuncio de ropa casual: jeans ajustados, camiseta blanca marcan