La brisa olía a césped húmedo y humo de ciudad. Clara se sentó en un banco con vista al sendero principal. Llevaba el sobre dentro del bolso, sus manos frías y la garganta reseca. Él llegó unos minutos después, con el rostro demacrado y los ojos hundidos.
—Gracias por venir —dijo ella apenas lo vio.
Él asintió, sin sentarse aún.
—No tengo mucho tiempo.
—¿Tú sabías que me estaban tendiendo una trampa?
El contador bajó la mirada. No respondió enseguida. Luego, asintió lentamente.
—Sabía que estaban haciendo algo… sucio. Y no tuve el valor de detenerlo. Me… me chantajearon. Me usaron. Yo ayudé a desviar fondos, Clara. Para las cuentas falsas. Pensé que solo afectaría a la empresa, que nadie saldría herido directamente.
Clara lo miró con una mezcla de sorpresa y compasión.
—¿Por qué?
El hombre tragó saliva. Su voz salió quebrada.
—Mi mujer tiene cáncer. Está en una etapa muy crítica. Y Fernando me prometió cubrir el tratamiento experimental… si colaboraba. No tenía cómo pagarle yo solo. Y