Ava no se había movido del borde del ataúd desde que llegaron al cementerio. La tierra húmeda bajo sus pies, el viento frío que le agitaba el cabello, nada de eso le importaba. Tenía los ojos clavados en la caja de madera que guardaba a su madre. Sus manos temblaban. Su rostro estaba pálido, sus mejillas marcadas por las lágrimas que no había dejado de derramar desde que el funeral empezó.
La brisa helada acariciaba su piel, pero ella apenas lo notaba. El murmullo de las hojas secas arrastradas por el viento parecía un lamento que se sumaba al suyo. Las voces de los asistentes al funeral eran un eco distante, irrelevante en su mundo de dolor. Cada palabra, cada murmullo, cada susurro de consuelo, se desvanecía como si fuera un suspiro que se perdía en el aire. Nada podía tocarla, nada podía consolarla. En ese momento, solo existía ella y la caja que contenía lo que quedaba de su madre y de su vida.
Cuando los trabajadores comenzaron a bajar el ataúd, Ava se llevó las manos a la boca p