—¿Quién te hizo llorar, Ava?
La vocecita de Donkan resonó como una campanita quebrada, suave y preocupada, mientras caminaba descalzo por el pasillo en pijama, arrastrando un peluche viejo de dinosaurio por el suelo encerado. Sus ojos, grandes y atentos, observaban a su hermana mayor con temor y ternura que hizo que Ava apretara los labios para contener una nueva lágrima.
Rápidamente se secó la que acababa de caer.
—Nadie, mi amor —respondió, obligándose a sonreír mientras se agachaba para quedar a su altura—. Solo se me metió algo en el ojo.
—¿Fue esa señora? —preguntó él con franqueza, señalando hacia donde Helena había desaparecido con Adrián—. ¿Y por qué hay tantas monjas en la casa? Están limpiando todo. ¡Hasta la pecera! Dijeron que era parte de la purificación espiritual, pero... no parecen muy santas.
Ava no pudo evitar sonreír un poco, a pesar del nudo en su estómago.
—No son monjas, cariño, solo son... señoras con uniforme blanco.
—Pero actúan raro —insistió él, frunciendo e