Al entrar a la mansión, Ethan no se detuvo a saludar a nadie. Sus pasos eran firmes, casi furiosos, como si cada pisada golpeara el suelo con el peso de sus pensamientos. No se quitó el abrigo, no dejó el maletín, ni siquiera miró a su alrededor. Fue directo a su oficina, cruzando el pasillo principal como un huracán silencioso, ignorando las voces apagadas de los empleados que lo veían pasar con preocupación.
Al llegar a la oficina, cerró la puerta con un golpe seco. La habitación, decorada con madera oscura, libros encuadernados en cuero y grandes ventanales, parecía un refugio del caos exterior, pero en ese momento era solo una caja de presión. Ethan arrojó el maletín sobre el escritorio sin preocuparse por cómo caía y tomó el teléfono con manos temblorosas. Marcó el número de Arthur y esperó, caminando de un lado a otro.
—¿Y bien? —preguntó Ethan apenas escuchó que contestaban, con su voz tensa, profunda, y cargada de impaciencia—. ¿Lograste averiguar algo?
Del otro lado de la lín