5. Luego seré libre.

—Me estás pidiendo demasiado esta vez, Padre —dijo Irina, después de enterarse de cuál era el trabajo que debía hacer.

Estaba casi segura de que no sería capaz; todo tenía un límite y ella acababa de descubrir el suyo justo en el momento en que Asad le mostró la fotografía de su siguiente objetivo.

—Será el último, te lo prometí. ¿Alguna vez he roto una promesa? —preguntó Asad.

Irina negó, mientras él la llevaba hasta la ventana de su despacho.

Desde allí se veía todo el salón de fiestas al completo.

Desde fuera, solo se podía observar un enorme espejo en una de las paredes, que no daba sospechas de que hubiera alguien observando detrás.

Asad señaló a un hombre que en ese instante recibía una copa de champán de uno de los camareros.

Era norteamericano, alto, guapo, rubio, de entre treinta y cinco y cuarenta años, pero sin desperdicio alguno.

—Haz lo que haga falta para traerme lo que quiero —dijo Asad.

No era la primera vez que decía esas palabras; casi parecía un mantra que repe
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