4. Nadie me abandona

—Pero sus normas...

—A la m****a con sus normas, yo me marcharé de aquí algún día y tú deberías hacer lo mismo, Irina. Hazlo antes de tu fiesta, parece un cumpleaños, pero es solo la presentación al mundo de su obra, la mujer perfecta creada para conseguirle lo inimaginable. Es un maldito enfermo —aseguró Amir, observándola con una intensidad que era capaz de parar la respiración de Irina.

En poco más de una semana, Irina cumpliría 18 años y Asad insistía en presentarla a la alta sociedad de Turquía.

Ni siquiera, tras la muerte de su primera esposa, había anulado los planes para dicha ceremonia.

—Pero yo no puedo decepcionarlo, le debo mucho a Asad —dijo Irina.

—¿Entiendes para lo que te ha estado preparando todos estos años, verdad? Dime que no eres tan inocente como para no comprenderlo —preguntó Amir.

—Para ser su arma y ayudarle a terminar con sus enemigos —respondió ella.

—¿Y tienes idea de cómo quiere que lo hagas? —Amir tomó una respiración profunda y la observó de nuevo. —Ni siquiera entiendo cómo puede usarte así, eres su hija, m*****a sea… su propia sangre.

—Irina negó con la cabeza. —Yo no soy su…

—Va a convertirte en una prostituta sin importarle las consecuencias que eso pueda llevarte ¿Lo sabes verdad? —Amir se acercó a ella, le tomó del mentón para hacerla levantar el rostro y fijó sus enormes ojos negros en los azules de Irina. —¿Tienes idea de lo hermosa que eres, Irina? Vas a conseguir lo que quieras de cualquier hombre, todos estarán a tus pies, y no solo por tu belleza, tu forma de moverte, de hablar, incluso respirar, realmente no sé si es a causa de tu educación o un don innato, pero eres una mujer irresistible en todos los sentidos.

—Pero eso es absurdo, yo no soy capaz de hacer que los hombres... Puede que haya aprendido muchos conceptos, pero ni siquiera puedo hablar con uno sin que Asad lo amenace —tragó saliva y desvió la vista al suelo, como si así pudiera evitar que Amir fuera capaz de adivinar sus sentimientos al mirarla a los ojos.

—Muéstrame un solo hombre, al que le gusten las mujeres, que sea capaz de resistirse a ti —retó Amir.

—Eso es fácil, tú, tú me odias —se encogió de hombros Irina y se levantó del lugar en el que había permanecido sentada, sintiendo que debía protegerse, alejarse de él si no quería sufrir con su respuesta.

La carcajada que escuchó salir de los labios de Amir confirmó lo que ella creía: iba a burlarse de ella.

Hacía un rato que lo había visto llorar destrozado, y ahora se reía a viva voz.

Se levantó y caminó hasta estar muy cerca de ella, demasiado cerca, tanto que Irina podía sentir el calor de su cuerpo invadir el suyo, sobre todo cuando pasó una mano tras su cintura y la pegó a su cuerpo.

— Jamás he sentido nada parecido al odio por ti —aseguró Amir con una voz más grave de lo habitual y, sin darle tiempo a Irina para reaccionar, la atrajo contra su cuerpo para robarle su primer beso. Fue un beso ansioso, necesitado, que Irina correspondió con torpeza, sintiendo cómo su corazón se aceleraba a medida que él profundizaba en su boca y la saqueaba con la lengua, como si se atreviera a reclamar cada rincón. Luego se apartó y la miró a los ojos de nuevo mientras le acariciaba la mejilla con una delicadeza inigualable. —Me odio a mí mismo, cada maldito día de mi vida, por desear a mi propia hermana.

Luego la soltó y se alejó de ella sin decir nada más, caminando en dirección a la casa. No se giró ni una sola vez para mirarla.

—Tengo una nueva misión para ti —aseguró Asad, sacándola abruptamente de sus recuerdos tras parar el motor del coche frente a la casa.

—¿Tan pronto? Apenas acabo de terminar una —respondió Irina.

—¿Vas a desobedecer mis órdenes, Irina? —preguntó Asad.

Ella negó rápidamente, esperaba disfrutar de un par de meses de tranquilidad antes de volver a la rutina.

—Eso pensaba, y te prometo que si cumples con esta misión será la última —dijo Asad, para sorpresa de Irina. Ella se ilusionó con la idea de ser libre por fin, pero como si leyera sus pensamientos, Asad añadió: —Eso no significa que te deje marchar. Recuerda que a mí nadie me abandona.

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