Capítulo Tres – El Amigo de Padre

Punto de vista de Adrian

Su respiración aún era irregular cuando me miró y dijo: «Es la voz de mi padre. Fue a traer a un amigo».

Por un segundo, el aire se congeló.

¿Su padre? ¿Por qué ha vuelto tan pronto?

Me quedé allí, a medio vestir, con los dedos aún forcejeando con el último botón de mi camisa. Ella se arregló el vestido rápidamente, cepillándose el pelo como si nada hubiera pasado entre nosotros. La imagen casi me hizo reír amargamente. Estaba tranquila, como si esto fuera normal.

Cogí mi chaqueta. «Entonces deberíamos prepararnos», dije en voz baja.

Se giró hacia el espejo, aplicándose un toque rápido de lápiz labial; su reflejo brillaba bajo la cálida luz. «Tenemos que fingir que no ha pasado nada», dijo, sin siquiera mirarme. «Eres la mejor persona que he conocido, pero ahora no podemos dejar que nos pillen».

Asentí, poniéndome el reloj de pulsera. «Bien».

Pero cuando se dio la vuelta, me acerqué a la ventana.

Y entonces mi mundo se detuvo.

Al final del camino de entrada, vi a dos hombres salir del coche. Uno de ellos era DeLuca, el hombre que había destrozado la vida de mi padre.

Y junto a él había un rostro que jamás podría olvidar: mi padre... El mejor amigo de mi padre en aquellos tiempos.

Se me secó la garganta.

Los recuerdos acudieron como fuego: las risas en nuestra antigua casa, el olor de la oficina de mi padre, el día en que todo se quemó.

Me aparté de la ventana con una opresión en el pecho. No podía ser vista. No por ese hombre. Todavía no.

Pero entonces ella volvió a hablar, rompiendo mi silencio.

"Tienes que quedarte a mi lado", dijo en voz baja, cogiendo su bolso. "A ese hombre. Amigo de mi padre, le gustaba provocarme. Pero contigo ahí, aunque lo haga. Tu rostro calma las tormentas".

Me quedé paralizada. Sus palabras me impactaron más de lo que jamás imaginó.

¿Tu rostro calma tormentas?

No. Mi rostro trae tormentas. Simplemente, ella aún no lo ve.

La miré un largo segundo, ocultando mis pensamientos.

"De acuerdo", dije. "Me quedaré a tu lado".

Bajamos juntos las escaleras. Mis pasos eran firmes, pero por dentro, luchaba por no estallar.

Fue directa hacia su padre cuando entramos en la sala.

"¡Papá!", llamó alegremente, con la voz llena de amor y emoción.

Lo abrazó. Él rió, dándole palmaditas en la espalda con orgullo.

Me quedé atrás, en silencio. Observando.

Tienes a tu hija para recibirte cuando llegues a casa, pensé con frialdad. Pero me dejaste sin padre.

Tenía una sonrisa que podía engañar al mundo. Un rostro que una vez pareció...

Se giró hacia su invitado con una risa. “Esta es mi hija, Liana. Se parece a su madre”, dijo, con el pecho inflado por el pequeño orgullo que caracteriza a los hombres como él.

El hombre a su lado —un hombre mayor con líneas de expresión amables— sonrió y miró a su alrededor. Su mirada se detuvo en mí. Por un instante, el aire se sintió demasiado denso.

El hombre parpadeó. Su rostro cambió. El recuerdo intentó aflorar a través de los años.

“Tú…”, comenzó, con la voz suave por la sorpresa. “Me resultas… familiar”.

Sentí un frío en el pecho. Un pequeño animal dentro de mí intentó correr, pero mantuve los pies en el suelo. Todo mi ser se congeló.

Liana ladeó la cabeza. “¿Te resulta familiar?”, preguntó, perpleja. Su risa fue como una pequeña campana. No vio cómo la habitación se estrechaba para mí.

El hombre mayor dio un paso al frente. Su mirada no se apartó de mi rostro. “Sí. Me recuerdas a alguien que conocí hace mucho tiempo. Un hombre llamado Cole. ¿Lo conoces?”

Cole. El nombre cayó al suelo como una piedra. Mis manos querían enroscarse y esconderse. Mi boca quería decirlo todo y nada a la vez.

Forcé la respiración lentamente. Mi voz salió normal. "¿Cole?", dije, como si tuviera que pensar. Luego mentí con claridad. "¿Quién es Cole? No sé ese nombre. Solo soy el hijo de un pobre. Mi madre me crio. Nunca tuvimos nada".

Sus ojos buscaron los míos. Se aferró a la forma del nombre como si fuera a abrir una puerta. Parecía un hombre que recuerda rostros y luego recuerda por qué los recuerda.

DeLuca rió entonces, una risa que atravesó la habitación. Bebió vino como si fuera la prueba de su fuerza. "Cole", dijo con voz suave y cruel. "Ese chico pensó que podía vencerme. Intentó pelear conmigo una vez. Falló. La gente así no dura. Estoy seguro de que su familia tampoco duró. La vida se encargó de ellos".

Esas palabras fueron pequeñas y cortantes. Encajaron como una trampa. Sentí cómo me golpeaban bajo las costillas, como un cuchillo caliente deslizándose lentamente. La casa resonaba con voces educadas. Liana abrazó a su padre, radiante y segura en ese momento, y sentí un sabor a cobre en la boca.

Pain came up quick — not the story, not the past — a raw shape. I saw my father’s hands on an old desk. I saw his anger and then the way his face went still. I felt the quiet house after the men left. The memory was a cold weight I had carried and wrapped around me like armor.

 I could have moved then. I could have told them who I was. I could have thrown the truth like a bomb across the room. But what would that do now? Expose everything I had built? Break the one slow line I had drawn toward revenge? No. I had patience. I had a plan. I had a face that could lie.

 Liana laughed softly, and it sounded harmless. She did not know the venom in the words. She did not know how easily a man could talk about another like he already lived in his grave. She did not know how one sentence could steal sleep.

 I said nothing. I kept my body still. My hands were calm at my sides. My smile fit the room, small and respectful. People believed what they wanted to believe. That was another thing I used well.

 I looked at DeLuca then. He stood with his hand on his daughter’s shoulder, proud as a king in a play. The light caught the gold on his watch. He shone in his own story, a story where he was the hero, the strong man. He had no way of imagining that a quiet shadow stood at his feet with the same name as the man he killed.

 You have her to greet you when you come home, I thought, every word heavy with salt. You have the house, the wine, the proof people bow to. But you took my father’s life. You left a hole where a man should have stood. You made me a son without a father.

 The anger did not roar. It smoldered. It was a slow, blue coal burning under my ribs. It made me sharp. It made me patient. It would not let me break this moment with shouting or tears. Those were weak things that ruin plans.

 Liana tugged at my sleeve. “Adrian, stand beside me,” she said, sweet and unaware.

 I moved forward. Each step felt heavy. I felt the weight of the years in my legs. I walked up beside her and stood taller, the guard who belonged to this room.

 DeLuca looked at me and nodded, the kind of nod that says you approve without thinking. “Good,” he said. “My daughter needs someone strong by her side. Don’t disappoint me.”

 The words were a sparring glove. I folded them in my mouth like a threat. “I will not disappoint you,” I said. The sound was flat, but the promise behind it was as cold as winter.

 As they talked and the old friend watched and tried to puzzle out why my face touched some memory he could not fully place, something quiet and steady set in my chest. The room buzzed with polite talk, chandeliers, and clinking glass. But in my head, a different rhythm beat, the slow plan, the list of small things I would take, the steps I would make, the exact moment I would cut the rope.

 I stood there, a shadow in a bright room. Liana bubbled with life. The old man frowned, still trying to place the name. DeLuca laughed and told a story, and the taste of the past filled my mouth again.

 I kept my smile. I kept my calm. I let them believe everything was simple.

 But inside, I vowed again. Not with noise, not with drama, but with a clear, cold decision: I would make him lose what he loved. I would take back what was stolen. I would be the hand no one saw until it closed.