Desde que Doña entró en el despacho —con papeles importantes esparcidos y la computadora portátil encendida— Robby no le quitó los ojos de encima. Su esposa había estado sonriendo todo el rato, una sonrisa demasiado dulce para ser normal. Pero la mirada de Doña no se dirigía a él... sino a su teléfono.
Algo iba mal.
Algo que Doña le estaba ocultando.
No se trataba de una reunión social ni de los eventos de la alta sociedad que solían ocupar su tiempo. Robby nunca se había opuesto a eso; conocía el círculo social de su esposa, y Doña siempre era diligente al hablarle de todas sus amigas. Pero esta vez no era eso.
Finalmente, Robby se rindió a la curiosidad.
—¿Qué te pasa, Mami?
Doña sonrió aún más, sus mejillas se estiraron. —Molestando a tu hijo, Papi.
El ceño de Robby se frunció. —¿Alejandro?
—¿Quién más va a ser tu hijo? —Doña soltó una risita suave, arrastró una silla y se sentó cómodamente frente a él. Le pasó el teléfono a su marido. Robby miró la pantalla, todavía confundido.
—E