La sonrisa de Valentina no se borraba de su rostro. Ya no era solo una sensación: ahora podía ver con sus propios ojos los colores que tanto había extrañado, los tonos familiares que llenaban su mente de recuerdos. Su corazón latía con una alegría inmensa, casi infantil. Aquella mañana no había habido ningún cambio; solo los mismos destellos de luz sin forma ni sentido. Pero ahora... ahora el mundo comenzaba a teñirse de nuevo.
—¡Hola! —la saludó Elena con entusiasmo. Desde que Peni la llamó hacía dos horas, no había podido contener las ganas de verla. Aun así, tuvo que esperar a que terminara su jornada en la escuela; no podía abandonar a los niños que estaban bajo su cuidado. Pero en cuanto sonó la última campana, tomó su coche y condujo directo a la casa blanca de su mejor amiga.
—¡Elena! —exclamó Valentina, extendiendo la mano, tanteando el aire hasta encontrar la de ella—. Estoy tan feliz...
Elena apretó sus dedos con fuerza, emocionada. —Yo también, Valentina... ¡Dios mío, no sa