La noche transcurría tranquila, con ese silencio pesado que cae en las casas grandes cuando todo por fin se apaga. No había voces ni pasos; solo el zumbido del aire y la respiración pausada de quienes ya dormían.
Erika no sabía la hora y no le importaba. Había cerrado los ojos sin dormirse, cuerpo cansado, mente alerta. A su lado, Takeshi respiraba hondo, al fin rendido. Lo miró de reojo una vez: el pecho subía y bajaba parejo, la frente sin su ceño de hierro. Lo sintió vulnerable. Por primera vez.
Un impulso la obligó a moverse sin ruido. No fue un pensamiento, sino un acto reflejo: deslizó la mano por la costura entre colchón y somier, ese pliegue que su madre le había señalado más de una vez como lugar útil para esconder cosas pequeñas. Allí, como si la casa misma conspirara para ser práctica, sus yemas toparon con frío metálico envuelto en cinta. Tiró hacia sí el paquete, lo sintió sólido y familiar: una navaja pequeña, de hoja corta, empuñadura envuelta en cinta oscura para que n