La puerta se abrió con la misma ausencia de ruido con la que se insinúan los peligros calculados. Takeshi apareció en el umbral como una advertencia hecha carne: veintiséis años cincelados a golpes de disciplina, con la lluvia aún resbalando por los hombros de su traje oscuro. La tinta de la koi se insinuaba apenas en la nuca, como un espectro que acompañaba cada uno de sus movimientos. Era la figura moldeada para cargar un trono que nadie le había entregado, pero que su linaje le había impuesto como condena.
Sus pasos no hicieron eco, y sin embargo cada avance parecía marcar la atmósfera, impregnándola con la certeza de que aquel joven no caminaba: dictaba.
—Buenas noches —saludó con una inclinación mínima, apenas un teatro de cortesía que más bien subrayaba su insolencia—. Siempre es un placer verlo, señor Bellandi. O tal vez debería decir... suegro.
—Que yo sepa, mi hija y tú aún no se han casado —replicó Dante sin levantar la voz, pero con un filo de acero en cada palabra—. Así qu