La luz del amanecer comenzaba a filtrarse por las cortinas pesadas de la habitación. Afuera, el mundo parecía no saber nada del caos que se gestaba en la sombra. En la cocina de la casa segura, Mirella preparaba café; Olivia y Enzo paseaban con calma por el jardín húmedo del rocío; Tatiana ayudaba a la pequeña Anya a peinar su cabello, sin saber que en cualquier momento, todo podía cambiar.
Dentro, en ese pequeño universo sellado por el dolor, el silencio y el amor, Svetlana dormitaba en una butaca junto a la camilla de Dante. Su rostro, inclinado hacia un costado, estaba bañado por la luz dorada del sol que se colaba entre las cortinas. Tenía las manos entrelazadas sobre el regazo y los labios apenas abiertos, como si incluso al dormir estuviera al borde de una súplica.
Dante abrió los ojos. Le costó enfocar. El dolor era un rumor distante, apagado por los sedantes. Lo primero que vio fue a ella. La luz la envolvía como un halo, el cabello cayendo en ondas desordenadas sobre sus meji