La camioneta se detuvo bajo el toldo del acceso de servicio, justo al lado del estacionamiento subterráneo. Erik bajó primero, revisando el perímetro. Luego asintió hacia Ásgeir, que abrió la puerta del copiloto.
—Es ahora, Bellandi. La tienes esperando.
Dante descendió con cuidado, los músculos tensos, el vendaje apretado bajo la camiseta oscura. Cada paso le arrancaba una punzada desde el costado. Pero sus ojos, esos ojos que habían visto demasiado, estaban fijos en ella.
En Svetlana.
Ella estaba de pie, al final del pasillo del acceso restringido, junto a una salida de emergencia, donde un solo haz de luz entraba desde el ventanal alto. Vestía un abrigo largo de lana negra que ceñía su cintura con elegancia, unos pantalones de corte recto y botas altas italianas. El cabello, perfectamente recogido en un moño bajo, dejaba ver su cuello y la firmeza de su mentón. Ni una hebra suelta. Ni una grieta visible.
Solo los ojos…
Esos ojos cansados, profundos, donde la guerra aún latía.
Y en