El viento agitaba los cipreses que rodeaban la propiedad, arrastrando el eco distante del mar. En la habitación principal, solo el tictac de un reloj de pared llenaba el silencio. Un silencio que no era cómodo… pero tampoco era incómodo. Era de esos silencios que pesan. Que dicen lo que los labios todavía no se atreven.
Svetlana estaba sentada en la butaca junto a la ventana, envuelta en una manta de lana gris claro. Tenía el cabello suelto, aún un poco húmedo por la ducha. Las cicatrices recientes —las visibles y las invisibles— seguían marcando su piel.
Sus piernas ya no temblaban tanto. Sus pasos eran firmes, aunque aún con cautela.
Pero su espíritu… ese sí, se había endurecido.
—¿Tienes frío? —preguntó Dante, que se acercó desde la puerta con una taza de té caliente en la mano.
Ella lo miró y negó con suavidad.
Tomó la taza y sus dedos se rozaron.
—Gracias —murmuró.
Dante se sentó frente a ella. No dijo nada por unos segundos. Solo la observó. La luz cálida de la lámpara caía sobr