El sol se filtraba a través de las rendijas del viejo anexo al borde del jardín. Ese lugar, apartado del cuerpo central de la villa, había sido adaptado recientemente. Nadie decía mucho al respecto, pero todos sabían quién vivía ahí ahora: Fiorella.
Svetlana caminaba con paso firme. Su andar aún no era ágil —las secuelas de la cirugía seguían latiendo en cada músculo—, pero su determinación le daba un aura que espantaba cualquier debilidad. A cada lado, dos hombres de confianza de Dante la escoltaban. No la tocaban. No hablaban. Sabían bien que esa no era una visita ordinaria.
Frente a la puerta, hizo una pausa. Respiró hondo. El aire tenía ese olor familiar de la tierra húmeda y la madera vieja. Después, golpeó dos veces. Seco. Sin titubeo.
Una criada abrió.
—Avísele que tiene visita. No es una sugerencia —dijo Svetlana, y su tono no admitía réplica.
La mujer tragó saliva y desapareció por el pasillo.
Svetlana cruzó el umbral y caminó despacio por el corredor, como si marcara territo