El silencio en la habitación era espeso, casi tan opresivo como las paredes que la rodeaban. Había algo cruelmente irónico en la comodidad del lugar.Una semana.Una maldita semana sin noticias del mundo real. De Italia. De Dante.La mente de Svetlana se negaba a hacer espacio para la idea, pero cada día que pasaba sin señales de vida… cada minuto de silencio… cada noche allí... la pregunta volvía a martillarle el pecho:¿Y si estabamuerto?¿Y si lo había perdidopara siempre?El aire se volvió más denso en sus pulmones. Cerró los ojos un instante y los abrió con fuerza, negándose a llorar. Pero era inútil. Las lágrimas brotaron sin permiso y cayeron, silenciosas, mientras ella permanecía sentada sobre la cama.Levantó la vista. El reloj de pared marcaba las 7:45 p.m.Otra
La noticia se había esparcido como un reguero de pólvora mojada en gasolina.Una chispa bastó.Una llamada desde un sitio recóndito enReggio Calabria, y el rumor corrió como alma que lleva el diablo.Dante Bellandi estaba muerto.Florencia fue la primera en reaccionar. Le siguieron Génova y Milán. Luego, en las callejuelas humeantes de Nápoles, los clanes de la Camorra compartieron la noticia entre susurros y carcajadas contenidas. Pero fue en Calabria donde el silencio se volvió espeso, donde la sombra de ese apellido aún tenía el poder de helar la sangre o encenderla.—¿Estás seguro? —preguntó uno de los viejos patriarcas de Gioia Tauro, con sus dedos aferrados a un rosario ennegrecido por los años—. ¿Dante Bellandi ha caído?—Eso dicen. Unabala en el pecho. No sobrevivió. Fueron los
La habitación era hermosa. Un santuario de lujo clásico, decorado al más puro estilo imperial ruso. El papel tapiz de damasco rojo y dorado abrazaba las paredes con una calidez engañosa, mientras unas cortinas de terciopelo burdeos colgaban pesadamente a ambos lados de una gran puerta de madera tallada, cerrada desde fuera. En las esquinas, molduras doradas dibujaban arabescos como en los salones de los antiguos palacios de San Petersburgo. Un candelabro de cristal colgaba del techo, lanzando reflejos sobre los espejos biselados y el suelo de madera oscura. Todo allí hablaba de refinamiento, de historia, de poder.Y, sin embargo, en el rincón más alejado, acurrucada como un animal herido, esa opulencia no significaba absolutamente nada.Svetlana se encontraba sentada sobre una alfombra persa, abrazando sus rodillas. Llevaba puesto un vestido de seda azul oscuro, arrugado por el peso de su cuerpo encogido. El cabello caía suelto sobre su rostro, enredado y apagado. No había maquillaje,
El cielo estaba cubierto por una manta gris, como si incluso el clima supiera que nada era real esa tarde.Caminaban por una de las calles principales de la ciudad, rodeados de vitrinas con ropa de diseñador, cafeterías boutique y flores frescas colgando de los balcones. Un lugar que, en cualquier otro contexto, habría sido idílico. Romántico incluso. Pero a su lado iba él. Nikolai. Su carcelero. Su pesadilla hecha carne.Svetlana llevaba un abrigo beige ajustado a la cintura y el cabello suelto, ondulado por el viento que soplaba desde el norte. Nadie sospecharía que estaba secuestrada. Nadie imaginaría que detrás de su mirada de hielo se escondía el deseo desesperado de gritar. Todo estaba perfectamente calculado. Demasiado perfecto. Como una coreografía ensayada hasta la extenuación.Nikolai caminaba a su lado con una sonrisa plácida y las manos en los bolsillos del abrigo largo de lana, como si fuese un esposo orgulloso paseando con su amada. Su andar era relajado, seguro. Dominant
El rugido del motor del jet privado se desvaneció en la inmensidad blanca mientras descendía en la pista privada, solitaria, tallada entre las montañas heladas del norte de Islandia.El viento, afilado como cuchillas, azotaba los abrigos negros de los tres hombres que descendieron junto a Dante, quien apenas podía mantenerse erguido. El vendaje que cruzaba su pecho se teñía de rojo pálido en el borde, un recordatorio del disparo que casi lo arrojó al otro lado.—Benvenuto, signore—dijo uno de los hombres que lo esperaba al pie del jet. Su nombre era Lorenzo, viejo leal de Vittorio Bellandi, ahora al servicio del hijo.—¿Está todo listo? —preguntó Dante con voz áspera, aún arrastrando el cansancio de la herida.—Sí, señor. La base está operativa. Todo elequipo llegó esta mañana.D
La puerta se cerró tras él, dejando un vacío más helado que el invierno ruso.Svetlana se quedó en la oscuridad, abrazada a la nada, con la respiración hecha pedazos y el corazón convertido en un espectro que no sabía si latir o dejarse morir.Dante… muerto.¿Mi padre tambien?No, debía ser una mentira, un juego psicologico...Sin embargo, laspalabrascaíanuna y otra vez en su mente como una sentencia.Los únicos dos hombres que había amado en su vida, ¿estaban muertos?Eso significaba que... nadie iría a rescatarla.Con ellosse había ido todo: la esperanza, el amor, la posibilidad de salir de ese infierno.El primer día no lloró. Se quedó quieta, acurrucada junto a la pared como una niña abandonada, con la vista clavada en la nada.El segundo d&iac
El sobre era grueso, sellado con el viejo emblema de la familia Bellandi: un león rampante sobre un escudo partido.Dante sostuvo el sobre durante largos segundos antes de abrirlo.Era la primera carta que recibía desde que había llegado a ese exilio voluntario.Rasgó el papel, desplegó la hoja y comenzó a leer."Signore," —así comenzaba— "espero que este mensaje lo encuentre bien dentro de lo posible. Le escribo para informarle de los avances y la situación general desde su partida...La reconstrucción de la Villa Bellandi avanza, lenta pero firme. Hemos logrado restaurar el ala este y reforzar la seguridad en los accesos principales. Algunos hombres —los leales a su nombre y al de su padre— han regresado sin que se los pidiera. Otros, como era de esperarse, han dado la espalda, vendiendo su lealtad al mejor postor”.Dante cerró los ojos un instante. Visualizó las cicatrices en sus tierras, en su casa. Las balas todavía resonaban en los pasillos de su memoria.“El clima en Reggio Cal
El pasillo estaba sumido en un parpadeo de luces intermitentes, como si la morada de Lucifer se hubiese instalado en los cimientos de la base.El eco de disparos en la distancia le erizó la piel.Dante avanzó con sigilo, con la Glock firme en su mano y los sentidos al máximo.Sus botas pisaban sobre charcos de... ¿agua? O algo más viscoso que no quiso identificar.Una sombra se deslizó al fondo del corredor.Dante se pegó contra la pared, agazapado, respirando apenas.Dos figuras emergieron del humo.Altos. Armados.Llevaban pasamontañas negros cubriendo sus rostros.Sin pensarlo, Dante disparó.Tres tiros, secos, precisos.Uno cayó como un muñeco roto.El otro rodó hacia cobertura, gritando en un idioma que no reconoció de inmediato.Fogonazos, no sangre real.Su mente analítica captó el primer detalle.—Balas de fogueo... —murmuró, mientras avanzaba.Pero entonces, un dolor ardiente le cruzó el costado. Una bala de goma impactó justo bajo sus costillas, haciendo que gruñera de rabi