Dante caminaba tras su madre con el ceño fruncido y la mandíbula apretada. Sus pasos eran firmes, pero no silenciosos; el eco de sus zapatos sobre los peldaños de piedra era un recordatorio constante de su creciente impaciencia.
—¿A dónde vamos, madre? —preguntó, más de una vez.
Mirella no respondió. Su porte altivo, su andar seguro, eran los de una mujer que sabía exactamente lo que hacía. No volteó ni una sola vez, como si el camino hablara por sí solo, como si lo que estaba a punto de ocurrir no pudiera ser interrumpido por algo tan banal como una explicación.
Dante, sin embargo, sentía cómo se le erizaban los vellos de la nuca. Algo estaba mal. Muy mal. Él debería estar en su habitación en ese instante, preparando una muda de ropa, comiendo algo ligero, alistándose para acompañar a Svetlana a la clínica.
Su esposa.
Su esposa que, en cuestión de horas, estaría sometiéndose a un procedimiento quirúrgico, delicado, riesgoso. Un aborto. Y allí estaba, siguiendo a su madre por un camin