Dante estaba de pie, con los puños apoyados sobre la mesa. La mandíbula apretada. Las venas marcadas en el cuello. Nadie se atrevía a hablar hasta que él lo hiciera.
—¿Cuántos fueron? —dijo, sin levantar la mirada.
Uno de los soldados más jóvenes, Marco, tragó saliva.
—Dos de los nuestros, Paolo... y Lele.
Dante cerró los ojos un segundo. El silencio que siguió fue una lápida cayendo.
—Y el resto... —prosiguió con voz grave—. ¿Alguien más herido?
—Gennaro tiene una bala en el hombro. Nada mortal —respondió otro hombre—. Está siendo atendido.
Dante asintió con un movimiento casi imperceptible. Luego alzó la mirada, esa mirada que podía helar la sangre.
—¿Y los bastardos que nos emboscaron?
—Cinco muertos en su equipo —respondió Fabio, desde un rincón.
Dante se giró hacia él con la expresión endurecida.
Se enderezó, caminó despacio hacia su mano derecha, mientras el resto de los hombres se apartaban para dejarle paso.
—¿Quién coño era ese tipo? —preguntó con voz más baja, más peligrosa—