El jet tocó suavemente la pista del aeropuerto privado en Calabria, con el sonido de las turbinas apagándose lentamente como un susurro que quedaba suspendido en el aire. No hubo celebraciones, no hubo fuegos artificiales, solo el crujir de las ruedas al frenar y la silenciosa llegada de un hombre que se creía muerto.Dante Bellandi no necesitaba que el mundo supiera que había regresado. El silencio era su aliado, su mejor arma en ese instante. El aire fresco de Calabria lo recibió, pero él no se detuvo ni por un segundo a saborear ese regreso. Había algo más importante que eso: Svetlana estaba a salvo, y Nikolai seguía respirando, aguardando lo que él le tenía reservado.El amanecer comenzaba a despuntar en el horizonte. Un par de vehículos de lujo esperaban a unos pocos metros del jet, escoltados por hombres de confianza. Ningún ruido innecesario, ningún gesto que delatara su presencia. Solo ellos sabían lo que estaba pasando. Solo ellos, y Fabio, que había sido contactado previamen
La noticia se esparció como un susurro, un murmullo bajo, casi imperceptible al principio, como el viento que se cuela en las rendijas de la villa.Un roce furtivo en la cocina, donde el chef, con las manos temblorosas, dejó caer un cuchillo al suelo.Un murmullo extraño entre los guardias, que se cruzaban miradas inquietas mientras patrullaban la villa.Un resquebrajamiento en la calma que antes gobernaba el lugar.—¿Lo has oído? —preguntó uno de los hombres de seguridad, su voz baja, como si aún temiera ser escuchado.—¿Qué? —respondió otro, entrecerrando los ojos.—Él... El jefe.Está vivo.—No puede ser... —dijo el primero, parpadeando incrédulo. Pero su rostro no podía esconder el temor que comenzaba a calar en su interior.Era tan solo el primer eco de lo que se desataría.
Una niebla espesa cubría las calles adoquinadas de los barrios bajos de Moscú. El humo del tabaco, la suciedad y el miedo se colaban en las rendijas de los muros húmedos como si fueran viejos espíritus regresando a casa.—Te digo que lo vi, Arkady... —susurró un hombre con el rostro cubierto de cicatrices, mientras dejaba caer un trago de vodka barato en su garganta—. Vi al puto Bellandi. Con mis ojos.Estaban en el sótano de un club clandestino, bajo la fachada de una ferretería abandonada. La música era lejana. La verdadera orquesta eran los murmullos.Arkady se rió, una carcajada sin alegría que rebotó en las paredes. —¿Te estás escuchando? ¿Sabes lo que estás diciendo? Ese hombre murió. Hay videos. Funeral. Su gente llorando. —No... no, escúchame. El que vimos allá, ese... era otra cosa. No hablaba. No sudaba. Tenía la mirada de alguien que ya no pertenece a este mundo. Arrastró a Nikolai Petrov como si fuese un perro moribundo.Un silencio cayó de golpe.Incluso el bartender de
La villa Bellandi parecía respirar en una calma artificial, como si sus muros contuvieran el aliento.En el salón principal, la luz del atardecer teñía las cortinas de un rojo casi sangriento. La gran mesa de roble, tallada a mano, estaba rodeada por figuras conocidas: Fabio a la izquierda de Dante, sereno pero con el ceño fruncido, además de hombres de confianza, sí, pero no inmunes al desconcierto.Dante escuchaba. Brazo apoyado sobre el respaldo de su silla, la otra mano sostenía un vaso de whisky que no había probado. Su mirada barría la mesa como un bisturí: precisa, implacable.—Mancini no perdió tiempo —informó Fabio, su tono seco, metódico—. Tomó contacto con los Camorristi de Casoria. También reforzó su presencia en el puerto. Se dice que incluso negoció con los Petrov a tus espaldas.—¿Y los nuestros? —preguntó Dante, sin apartar la vista de los papeles esparcidos.—Divididos. Algunos creyeron que tu muerte era una señal. Otros… simplemente se adaptaron para sobrevivir. Y ha
La habitación estaba sumida en una penumbra suave, apenas rota por la luz tenue del velador. El aire olía a hospital y a recuerdos rotos. Svetlana dormía, acurrucada entre sábanas limpias, el cuerpo tan frágil que a Dante le parecía hecho de papel.La observó en silencio largo rato, de pie junto a la cama, sin moverse.Su respiración era tranquila. El rostro, aunque demacrado, parecía en paz por primera vez en días. Y sin embargo, él sabía que esa calma era engañosa. Bajo esos párpados cerrados se escondía un abismo. Cada marca, cada sombra en su piel, era una confesión muda de lo que había vivido.Se inclinó y le acarició con suavidad la mejilla. La besó despacio, como si le temiera al más mínimo roce.—Te juro que lo haré pagar por todo lo que te hizo —murmuró, apenas audible, como una promesa sagrada.Se enderezó y caminó hacia la puerta. La abrió con sigilo, se volvió una última vez para mirarla. Y entonces salió.Dos hombres de confianza se encontraban apostados a cada lado del m
Bajo la luz mortecina de las lámparas colgantes, Dante Bellandi se mantenía de pie, con la chaqueta negra abierta, las mangas arremangadas hasta los codos y los nudillos marcados. Había sangre bajo sus uñas. No era suya. No le importaba de quién.Sus ojos de acero recorrían cada rostro en la sala. No buscaban piedad ni afecto. Solo verdades.A su izquierda, Fabio hojeaba un informe. Cada nombre que mencionaba era una historia de traición o lealtad. De vida o muerte.—Gianni Molaro, muerto. Carmine Santoro, desaparecido. Los hermanos D’Amico sobrevivieron. Están aquí, esperando instrucciones —dijo sin levantar la vista—. Pero alguien del círculo interno entregó coordenadas. Alguien habló.Un silencio espeso cayó como plomo. Algunos hombres intercambiaron miradas. Otros bajaron la vista. El aire se tensó como el gatillo de un arma.Dante comenzó a caminar en círculos alrededor de la mesa. Las botas resonaban sobre el suelo de piedra. El silencio era su mejor arma. Y él lo sabía.Se detu
Era tarde. Afuera, el jardín dormía bajo la neblina baja del amanecer. En la habitación apenas brillaba la luz cálida de la lámpara de noche.Dante estaba sentado en la cama, apoyado contra el cabecero, con la mirada fija en la figura de Svetlana, envuelta en las sábanas. Ella no dormía. Respiraba con dificultad, con los párpados cerrados y el ceño ligeramente fruncido.—No puedo más —murmuró ella de pronto—. Quiero dormir. De verdad dormir. No cerrar los ojos y ver... verlo.Dante tragó saliva.—Te entiendo.—Entonces pídele algo fuerte al doctor —dijo ella, sin mirarlo—. Algo que me deje inconsciente por unas horas. Algo que me borre.Él negó, sin pensarlo.—No.Svetlana se volvió lentamente hacia él, con los ojos enrojecidos, cansados, confusos.—¿No?Dante apretó la mandíbula. El corazón le latía como un tambor sordo.—No deberías tomar nada fuerte. En tu estado... —calló, y el silencio lo golpeó como una condena.Ella frunció el ceño, sin entender.—¿En mi estado? ¿Qué quieres de
—¡ALTO AL FUEGO O LE VUELO LOS PUTOS SESOS!El mundo se detuvo.—Mi sol —susurró Dante.Ahí estaba ella. Entre humo y ruinas. Con el vestido de novia roto, manchado de barro y sangre. Con el cabello suelto, deshecho. Ella estaba temblando con los ojos abiertos, llenos de miedo... de lágrimas.Y la pistola. Negra. Fría. Apretada contra su sien.La mano de Nikolai temblaba de rabia.—No… —Dante sintió que el suelo desaparecía.Detrás de Nikolai, varios hombres apuntaban a los suyos. A su madre, a su hermano pequeño...—¡BAJEN LAS ARMAS! —bramó Nikolai—. ¡AHORA!—¡BAJENLAS! —gritó Dante, con la voz rota.Todos obedecieron y el silencio cayó, más brutal que cualquier disparo.Nikolai sonrió con la boca torcida.—Mírame, Bellandi. Jaque mate, perro italiano.Dante no respiraba. Ella. Su sol. Su todo. Tenía una pistola apuntando a su cabeza.No podía moverse. No mientras ese hijo de puta la tuviera así. Ella lo miraba. Sin hablar. Pero sus ojos gritaban por ayuda. Las lágrimas trazaron surco