La cara de Leona, en ese momento estaba aún más pálida viendo la tormenta avecinar.
¿Arrodillarse y pedir perdón? ¡Eso sería peor que la mismísima muerte!
Miró de inmediato a Fernando, pero el abuelo estaba muy furioso, sin ni siquiera hacer contacto visual con ella, como si estuviera decidido totalmente a castigarla.
Al ver que su abuelo no le prestaba ninguna atención, Leona se arrodilló frente a Enrique como un perro maltrecho, con el rabo entre las piernas mientras lloraba y suplicaba:
—¡Papá! ¡Sé que me equivoqué de gran manera y nunca lo volveré a hacer! ¡Dejar que nunca regrese a la ciudad de México, que no pueda honrarlo nunca más, ya es suficiente castigo para mí como su hija! ¿Realmente debo ser humillada y forzada a morir para que usted esté satisfecho? ¡Papá!
El lamento desgarrador y desesperado podría haber hecho pensar a cualquiera que ella era la víctima de todo esto.
Enrique frunció con rabia el ceño, queriendo levantarla, después de todo, no era apropiado que estuvier