Poco después, Beatriz salió con prisa de la cocina. Llevaba un delantal y ya se le veían algunas canas en el cabello.
Debió de ser muy bella de joven. A pesar de su ropa sencilla y el delantal, emanaba esa elegancia natural que a menudo acompaña al conocimiento. Sin embargo, no parecía alguien que hubiera vivido en el extranjero por más de diez años; en su cara se notaba el peso de las dificultades.
El viejo departamento estaba lleno de polvo. Los rayos de luz que entraban por la ventana dibujaban columnas de motas que flotaban inmóviles en el aire. Reinaba el silencio, roto únicamente por el zumbido lejano del extractor de la cocina.
Beatriz se detuvo a unos tres o cuatro metros de Guillermo. En el instante en que lo vio, se le llenaron los ojos de lágrimas. Se llevó una mano a la boca, sin poder dejar de mirarlo, mientras las lágrimas rodaban en silencio por sus mejillas.
Por alguna razón, en ese momento, Miranda sintió una presión en el pecho. Era extraño. Ella era la clase de pers