Normalmente, cuando regresaba de algún viaje al extranjero, Miranda dormía a lo mucho medio día para recuperarse del cambio de horario. Pero esta vez, exhausta en cuerpo y alma, durmió de corrido hasta las seis de la tarde.
Tenía un montón de llamadas perdidas y mensajes en el celular.
Les echó una ojeada rápida. Varios mensajes, incluyendo uno de Estela, le preguntaban si iría esa noche a la fiesta de cumpleaños del más joven de los Rojas.
En la familia Rojas había dos hijos: el mayor, Bruno, y el menor, Lino.
Bruno era más o menos de la edad de Guillermo y ya manejaba buena parte de los negocios familiares, dedicados al desarrollo turístico; seguramente tenía bastantes negocios en común con Aranda.
Lino era el benjamín, consentido y mimado en casa desde niño. “¿Apenas cumplía veinte años?”, Miranda se fijó bien en la invitación. Sí, efectivamente, veinte.
Vaya, un número redondo.
Siguió bajando por los mensajes hasta que encontró la invitación del propio Lino y le respondió con un e