Sofía se quedó unos segundos más de los necesarios en el umbral de su despacho.
No porque dudara en entrar. Sino porque, al otro lado del pasillo, acababa de ver algo que le había tensado el pecho.
Valeria avanzaba hacia su propio despacho acompañada de Martha y de Andrés Ríos. No hablaban en voz alta, pero la escena tenía una naturalidad que resultaba casi hiriente: Martha señalaba algo en la tablet, Andrés asentía mientras añadía un comentario breve, y Valeria escuchaba con atención concentrada, ya con una mano sobre el pomo de la puerta.
No parecía una recién llegada. Parecía alguien que ya estaba dentro.
Sofía sintió un impulso casi infantil de llamarla. De cruzar los pocos metros que las separaban y decirle todo: que no había pedido aquello, que no quería competir, que lo de los pasteles no era una tontería, que había trabajado de verdad en ese proyecto.
Pero no lo hizo.
Sabía que no era el momento. Y, en el fondo, sabía algo peor: no quería interrumpirla.
Valeria entró en