Capitulo 31

~ Amalia ~

El estruendo de los disparos de los hombres de Marco Moretti se mezclaba con el zumbido ensordecedor en mis oídos.

El mundo se había vuelto borroso, teñido del rojo de la sangre de Dante que empapaba mis manos y del blanco cegador de las luces de las furgonetas que se acercaban.

Mi plan de justicia se había transformado en una masacre de la que yo era la única culpable.

Dante estaba pálido, casi gris, apoyado contra la piedra fría.

Sus ojos me seguían, pero ya no había amor ni protección en ellos, solo una decepción tan profunda que me quemaba más que cualquier bala.

— ¡Vete, Amalia! — Rugió Dante, soltando una tos que le salpicó el pecho de sangre. — ¡Si te encuentran aquí, Marco te matará solo para borrar mi rastro!

— ¡No te voy a dejar! — Grité, tratando de levantarlo, pero él me empujó con la poca fuerza que le quedaba, sus ojos echando chispas de una furia agonizante.

— ¡Ya hiciste suficiente! — Me gritó, y el dolor en su voz no era solo por la herida. — Me vendiste... Me pusiste en la mira de un fusil, vete antes de que yo mismo decida que no vales el esfuerzo de salvarte.

En ese momento, Marcus apareció de la nada, surgiendo de las sombras como un fantasma de guerra.

Había llegado por su cuenta, ignorando la orden de Dante de quedarse atrás.

Empezó a disparar contra las furgonetas negras, dándonos cobertura.

— ¡Marcus, saca a la chica de aquí! — Ordenó Dante, apretando los dientes mientras Marcus lo ayudaba a ponerse en pie.

— Señor, tenemos que sacarlo a usted... — Dijo Marcus.

— ¡Lévatela! — Dante señaló hacia el bosque lateral. — Llévala a su vieja casa, asegúrate de que nadie la siga. Y luego... luego déjala allí, ya no es parte de L’Ombra, ya no es nada para mí.

Marcus me tomó del brazo con fuerza, arrastrándome lejos del observatorio.

Miré hacia atrás una última vez.

Vi a Dante, tambaleante, mientras el fuego cruzado iluminaba la noche.

Fue la última vez que vi su rostro antes de que la oscuridad del bosque nos tragara.

El viaje de regreso a la ciudad fue un borrón de luces y sombras.

Marcus no dijo una sola palabra, su silencio era un juicio final

Me dejó en la esquina de mi antiguo barrio, frente a la casa que no había pisado en semanas.

Aquel lugar olía a polvo, a abandono y a una vida que ya no me pertenecía.

— El Señor Moretti dice que tus cosas serán enviadas mañana. — Dijo Marcus, mirándome con un odio puro. — Si fuera por mí, te habría dejado en ese acantilado, no vuelvas a acercarte a él, Barnes. Si lo haces, no necesitarás un sicario para morir.

El coche desapareció en la noche, dejándome sola bajo la lluvia fina de Nueva York.

Entré en mi casa con las manos todavía manchadas de sangre seca.

Subí las escaleras como un zombi, me metí en la ducha y froté mi piel hasta que ardió, tratando de quitarme el rastro de Dante, el rastro de mi error.

Pero la sangre se iba por el desagüe y la culpa se quedaba, incrustada en mis huesos.

Pasé tres días encerrada.

Tres días en los que las noticias solo hablaban de un tiroteo entre bandas en la zona industrial, sin nombres, sin detenidos.

No sabía si Dante estaba vivo o muerto, no sabía si Marco lo había atrapado.

Cada vez que cerraba los ojos, veía el punto láser en su pecho y escuchaba su pregunta...

"¿De verdad me querías muerto?"

La respuesta me atormentaba.

Porque sí, lo había querido muerto, pero ahora que sabía la verdad, daría mi propia vida por rebobinar el tiempo.

Al cuarto día, la desesperación me obligó a salir.

Necesitaba ver a mi padre, necesitaba recordar por qué había empezado todo este horror.

Fui al hospital, caminando por los pasillos blancos que olían a desinfectante y a muerte lenta.

Me senté junto a su cama, tomé su mano fría y le conté todo en susurros.

— Lo arruiné, papá... — Lloré, apoyando la cabeza en su sábana. — Intenté vengarte y terminé hiriendo al único hombre que te defendió, ahora estoy sola.

Salí del hospital cuando la noche ya había caído.

La zona era solitaria y las farolas parpadeaban con una luz amarillenta y enferma.

Mi mente estaba en otra parte, preguntándome en qué hospital estaría Dante, si es que seguía respirando.

No escuché los pasos detrás de mí hasta que fue demasiado tarde.

Dos hombres corpulentos, vestidos con chaquetas de cuero y con rostros que gritaban peligro, me cerraron el paso en el callejón que servía de atajo hacia la estación de metro.

— Vaya, vaya... La pequeña abogada de Moretti está sola — Dijo uno de ellos, sacando una navaja que brilló bajo la luz de la luna. — El jefe Marco tiene muchas preguntas para ti, preciosa, y como ya no tienes a tu perrito faldero para protegerte...

Me puse en guardia, mi instinto de supervivencia despertando, pero estaba agotada, débil y superada en número.

El primer hombre me lanzó un puñetazo que me dio de lleno en la mandíbula, tirándome al suelo.

El sabor metálico de la sangre llenó mi boca.

— Vamos a divertirnos un poco antes de llevarla con el viejo. — Dijo el segundo, acercándose para patearme en las costillas.

Cerré los ojos, esperando el impacto, sintiendo que este era el final que me merecía.

Estaba lista para morir, estaba lista para que el dolor terminara.

"Perdóname, Dante", pensé, mientras veía la sombra de la bota acercarse a mi rostro.

Pero el golpe nunca llegó.

En su lugar, se escuchó un crujido seco, el sonido de huesos rompiéndose y un grito de agonía.

Abrí los ojos y vi a uno de los hombres salir volando contra la pared de ladrillos, una figura alta, oscura y letal se movía con una velocidad que desafiaba a la lógica.

A pesar de llevar el brazo izquierdo con un yeso y de moverse con una evidente rigidez de dolor, la figura despachó al segundo atacante con una serie de golpes brutales y precisos.

El hombre de la navaja cayó al suelo, inconsciente, antes de que pudiera entender qué lo había golpeado.

La figura se detuvo, respirando con dificultad.

El sudor le corría por la frente y una mancha roja empezaba a traspasar el vendaje bajo su chaqueta negra.

Se giró hacia mí, y mi corazón se detuvo.

Bajo la luz parpadeante de la farola, con el rostro marcado por el cansancio y la herida que yo misma le había provocado, estaba Dante Moretti.

— Te dije que no salieras sola, Amalia... — Dijo con la voz ronca, extendiendo su mano sana hacia mí. — ¿Es que nunca vas a aprender a confiar en mí?

Me quedé helada, con las lágrimas desbordándose.

Él estaba allí, herido, traicionado y casi muerto, pero allí, protegiéndome de nuevo.

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