Massimo no podía dejar de mirarla. Alba recorría la sala con papeles en la mano, el gesto concentrado, pero sus ojos cargaban una preocupación que a él lo desgarraba. No sabía qué estaba pasando ni por qué parecía siempre al borde de la angustia, pero lo intuía: había algo enorme que no le estaba contando.
Ese vacío lo mataba. Su memoria era un lienzo roto, pero lo que sí sentía intacto era el amor por ella.
Los niños se habían marchado a clases temprano. La casa estaba sumida en un silencio extraño, demasiado grande. El eco de sus pasos en el suelo de madera le recordaba que, por primera vez desde que había despertado, estaba realmente a solas con Alba.
Quiso hacer algo para distraerla, para arrancarle esa mueca de dolor y extrañeza que parecía aparecer en su rostro cada vez que él intentaba acercarse. La vio dejar los papeles en la mesa. Ella intentó frotarse el puente de la nariz, y Massimo tomó una decisión.
—Ven —pidió desde la puerta—. No quiero verte ahí, sin hacer nada.
Alba a