El cuchillo brillaba en la penumbra, y los ojos desorbitados de Lía parecían dos brasas encendidas por la locura. Su respiración era entrecortada, jadeante, como un animal acorralado, pero en realidad era ella la que acorralaba a su propia hermana.
—Te voy a matar —susurró con voz ronca, casi un siseo—. No vas a quedarte con Massimo. Tú… tú eres una perra, Massimo es mío, ¡lo amo!, ¡mío!
Alba sintió cómo el frío le calaba los huesos. Sus piernas temblaban, pero trató de sonar firme, aunque la garganta le quemaba.
—Lía, por favor, no hagas esto. No tienes que hacerlo. Yo no voy a volver con Massimo, ¿de acuerdo? —intentó mediar la situación—. Tienes que pensar en el niño que llevas en tu vientre. Ese bebé… es inocente, es el hijo de Massimo.
Lía abrió los ojos aún más, y de pronto soltó una carcajada hueca, rota, que hizo eco en las paredes del pasillo.
—¿El hijo de Massimo? —se burló—. ¡Ni siquiera estoy segura de eso! Pero él no tiene por qué saberlo. ¿Lo entiendes? No lo sabrá nunca