Lía no paraba de reír, sola en aquella cama sonaba incluso más aterrador, era una risa hueca, rota, sin música, que hacía eco en las paredes del hospital psiquiátrico. La habitación blanca la sofocaba. Las correas que la habían contenido más temprano aún le ardían en la piel. El olor a desinfectante le daba náuseas. Y la voz de los médicos repitiendo palabras como brote psicótico, internación, contención era como un martillo golpeándole el cráneo.
Pero Lía no estaba vencida, ella tenía un plan así que esperó a que la noche cubriera la clínica, cuando el pasillo quedaba en penumbras y los guardias hacían rondas largas, confiados en que nadie se atrevería a moverse, ella sí se atrevió.
A escondidas, usando la hebilla de metal de la bata, fue forzando la cerradura de la puerta de su habitación hasta que cedió. El chasquido seco la hizo sonreír, aquellas clínicas privadas eran una mierda, demasiadas concesiones para un loco. Pensó mientras caminaba fuera de la habitación con la emoción de