Massimo salió de la casa con una furia que le quemaba las venas. Apenas subió al coche, la rabia empezó a mezclarse con un sabor amargo de impotencia.
Ella no quería verlo, no quería hablar con él, y eso le enfurecía tanto o más que encontrarla charlando tranquilamente con ese bastardo de Ernesto.
El volante crujió bajo sus manos mientras conducía sin rumbo fijo, repasando una y otra vez en su cabeza la escena que acababa de presenciar. Alba en pijama. Ernesto en su sofá. Riendo. Cómodos. Casi… íntimos. Maldijo cuando la imagen se le incrustó como un hierro candente en la mente.
Massimo no tardó en detenerse en un bar cualquiera. Ni siquiera miró el nombre del lugar; solo empujó la puerta, pidió un vaso de whisky y lo bebió de un trago. Luego otro. Y otro, sin siquiera ser consciente de las horas.
Entre cada trago, su conciencia lo mordía con más fuerza. Recordó a Lía, con aquella voz venenosa y segura, diciéndole que Alba lo había traicionado. Recordó cómo no dudó en creerlo… cómo no