La idea había estado dando vueltas en su cabeza todo el día, como una pequeña brasa encendida que, a pesar de sus intentos por ignorarla, seguía ardiendo. Cuando finalmente dejó a los niños en sus habitaciones, después de la cena y los cuentos, Alba bajó a la sala y tomó el teléfono.
Marcó el número de Ernesto sin pensarlo demasiado.
—¿Hola? —respondió él con su voz tranquila.
—¿Estás ocupado? —preguntó ella, intentando sonar casual.
—Para ti, nunca —la mujer intentó inútilmente no sonreír.
No tardó más de veinte minutos en llegar con una bolsa de papel que desprendía olor a pan recién horneado y una botella de vino. Ernesto, siempre correcto, le sonrió al entrar, sin ocultar la alegría de estar ahí.
—Traje algo para picar, ya que me perdí la cena —dejó las cosas sobre la mesa y se volvió hacia ella—. Y… sobre las flores… no tenías que agradecerme nada.
—No puedo no hacerlo —replicó ella, sirviendo las copas—. No tienes idea de lo bien que me hizo recibirlas.
Él sonrió