Alba no recordaba haber despertado jamás con tanta paz. Mientras acomodaba las sábanas y aspiraba el perfume tenue que Massimo había dejado en la almohada, pensó que los dos últimos días habían sido un espejismo perfecto: desayuno al sol, helado antes del almuerzo, bicicletas bajo los pinos, tertulias de susurros frente a la chimenea.
El retazo de vida que siempre imaginó compartir con él si Lía no se hubiese entrometido, si las mentiras no hubieran envenenado cada poro de su matrimonio. Aun así, sabía que aquella burbuja no podía sostenerse indefinidamente; Massimo debía marcharse esa tarde. Lo oyó en la planta baja, empaquetando los papeles que había dejado sobre la mesita del recibidor, y sintió un pinchazo agudo en el pecho.
Bajó las escaleras descalza. Él revisaba su cartera con la concentración de quien se arma contra un temporal inevitable. Cuando alzó la mirada, los ojos se encontraron con la verdad que ninguno deseaba pronunciar, ese adiós, por breve que fuera, también podía